Cuando los imperativos morales caen – Sergio Dahbar

Por: Sergio Dahbar

Pensó Hannah Arendt que nada es verdad y que todo es posible. El terror impuesto por las autoridades militares venezolanas, desde que se intensificaron las protestas de calle en Venezuela en 2014, en principio es negado por las autoridades venezolanas y de todas maneras será motivo de estudio en el futuro.

Los han sido casos más emblemáticos, como abusos cometidos en guerras, genocidios, plan cóndor  latinoamericano. Y lo será la dictadura de Nicolás Maduro, empeñada en ingresar en el hall de las grandes tragedias de la humanidad.

Cuando el momento de los juicios llegue, advertiremos que muchos tratarán de resguardarse en la calle ciega de la obediencia debida y el respeto a la autoridad. El problema es que la constitución venezolana establece que no se deben cometer crímenes contra los derechos humanos de las personas. Ninguna persona por lo tanto está obligada a cumplir órdenes que atenten contra esa norma constitucional.

Sobre el tema de la maldad del ser humano y las excusas que han intentado alzar algunos criminales en la historia de la humanidad para salvarse de atrocidades cometidas, como Eichmann en Jerusalén y una larga lista de otros, recomiendo revisar, entre la abundante bibliografía, el libro del psicólogo y sociólogo social, Stanley Milgram, Obediencia a la autoridad (Capitán Swing, 2016). Se reeditó en setiembre pasado.

Este trabajo, publicado originariamente en 1974, fue el corolario de una investigación realizada por Milgram en la Universidad de Yale a comienzos de 1961, después de que el investigador observara el juicio a Eichmann y leyera el reporte de Hannah Arendt, sobre la banalidad del mal.

En el colofón del libro Capitán Swing colocó con tino la frase de la recientemente fallecida sobreviviente del Holocausto, Simone Weil: “La obediencia a un hombre cuya autoridad no está alumbrada con legitimidad es una pesadilla’’. Una frase que muchos militarotes que violan derechos humanos, deberían memorizar.

Milgran contrató 500 personas por cuatro dólares la hora para realizar un experimento sobre la memoria y el aprendizaje. En realidad, debían apretar un botón de una consola que descargaba un shock eléctrico en una persona, si ésta se equivocaba de respuesta.

El que emitía el shock sabía que a medida que avanzaba el experimento la descarga aumentaba y el dolor en la otra persona crecía. Muy pocos declinaron formar parte de este proceso, aún cuando se incomodaban con los gritos de los que recibían la descarga eléctrica, amparados en que estaban obedeciendo una orden de un académico.

La enseñanza de Milgram fue devastadora: “en cualquier sociedad, en cualquier parte del mundo, la obediencia a la autoridad ocurre con demasiada facilidad’’. Quizás por eso a nadie debería sorprenderle que muchas tradiciones constitucionales establecen que en una democracia la autoridad “nunca debe volverse singular y unívoca (la separación de poderes, defendida por James Madison)’’. Una doctrina que peligra cuando la democracia estornuda.

En muchos sentidos, Stanley Milgram hace consciente a quienes se han acercado a sus ideas del peligro que entraña aceptar de manera acrítica la autoridad de gente sin legitimidad ni moral.

He allí el problema que enfrenta Venezuela, una sociedad gobernada por la anarquía y el caos, sin separación de poderes, con gente que obedece acríticamente a la autoridad a la hora de reprimir ferozmente, de validar fraudes electorales, de mantener en la cárcel presos políticos con boletas de excarcelación…

Cito a Milgram: “Quienes dan por sentado la obediencia a la autoridad, lo hacen a costa de la cuenta y el riego de su propio país’’. No es juego.

 

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