Por: Armando Durán
¿Qué nos espera a la vuelta de la esquina? ¿Diálogo capaz de conquistar realmente la paz social en Venezuela, o progresiva y fatal escalada de la confrontación entre el gobierno y el movimiento estudiantil, ampliado ahora con la incorporación a la protesta de otros sectores de la sociedad?
El miércoles, en los pocos caracteres que le permite escribir el Twitter a sus usuarios, César Miguel Rondón dejaba entrever que el destino del conflicto actual podría no ser ninguna de estas alternativas. Que más bien la crisis podría terminar en todo lo contrario, porque “el gobierno no parece dar seña de cambio y los estudiantes aseguran que seguirán en la calle”. Ese mismo miércoles, desde las páginas del diario español El País, en un estupendo pero discutible artículo titulado “Cómo superar al chavismo”, Joaquín Villalobos coincidía en parte con Rondón, y en parte lo contradecía.
“Una protesta social –afirma en uno de sus párrafos más controversiales el ex comandante guerrillero reconvertido en consultor internacional para la solución de conflictos– solo puede sostenerse de forma prolongada si hay un motivo de gran potencia que sea retroalimentado por una represión tan brutal como la de Ucrania. La crisis económica y la inseguridad (que son las causas eficientes de la actual crisis venezolana) son factores potentes para motivar una protesta social, pero no para tumbar un gobierno”. Luego anticipa que el efecto natural de prolongar la protesta en el tiempo y nada más, provocará finalmente su desvanecimiento.
A primera vista, el argumento de Villalobos podría ser cierto en la Venezuela de antes de ese miércoles 5 de marzo, primer aniversario de la desaparición física de Hugo Chávez. Después, con el agresivo discurso de Nicolás Maduro sobre la imperiosa necesidad de que los llamados colectivos comunitarios asuman la tarea de apagar cada “candelita que se prenda”, todo parece haber cambiado en las calles de de Venezuela. No porque estos civiles armados y motorizados que persiguen sin piedad a los adversarios del régimen no hubieran participado más o menos indiscretamente en las acciones represivas de la GNB y la PNB contra los estudiantes, sino porque a partir de esa tarde del miércoles, al escuchar la directa exhortación de Maduro, salieron inmediatamente a cumplir sus instrucciones al pie de la letra.
Y eso hicieron esa noche, sin el menor disimulo, en Mérida, donde atacaron y medio incendiaron el edificio de la alcaldía, en Valencia, en otras ciudades importantes del país. En Chacao, con todo el sector sumido en una oscuridad total gracias a la cooperación de los técnicos de Corpolec, y protegidos por media docena de blancas tanquetas antimotines de la GNB recientemente importadas de China, se adentraron en las estrechas calles del casco histórico del municipio, destruyeron cuanto se interpusiera en su camino, incluso los carros de los vecinos correctamente estacionados en esas calles desafortunadas, y a diestra y siniestra sembraron el terror con sus disparos y con la asfixia de los gases lacrimógenos. A la mañana siguiente les aplicaron idéntico tratamiento a los vecinos que protestaban en Los Ruices y en Los Cortijos de Lourdes. La incursión solo cesó cuando los disparos que se hacían cegaron la vida de un guardia nacional y un motorizado.
A la hora de escribir estas líneas, viernes antes del mediodía, Caracas permanece en una calma tensa, presa de la incertidumbre que ha generado esta nueva ola represiva, a la espera angustiosa de la tarde y, sobre todo, de la noche. Sin prácticamente ningún artículo o comestible de primera necesidad en los estantes de los supermercados y casas de abasto, con poco tráfico, poquísimo, y mínima actividad comercial, la menguante economía nacional a un corto paso del colapso. ¿Preludio de eventos mucho peores?
De continuar la escalada represiva del régimen, se deteriorará aún más la ya muy maltratada vida diaria de los ciudadanos. Puede que el terror apague las candelitas momentáneamente, pero también puede ocurrir lo que apuntaba Villalobos: al incrementarse la violencia oficial, en lugar de apaciguar los ánimos de esta oposición ahora en rebeldía, la represión del régimen puede en efecto retroalimentar la protesta. Se produciría así una escalada del conflicto que de manera irremediable colocaría a unos y a otros en la encrucijada de aceptar vivir en medio de una crisis terminal sin desenlace a la vista o de luchar por sus convicciones hasta la muerte.
No obstante la gravedad de la situación, Venezuela todavía dispone de tiempo para recomponerse y recuperar una cierta normalidad pública. Sin duda, Maduro tendría que suavizar su lenguaje de guapetón de barrio, modificar sustancialmente la estructura funcional de su Conferencia por la Paz, que de ningún modo puede estar dirigida por sus hombres de mayor confianza, y convocar en cambio al encuentro a sus verdaderos antagonistas, los líderes estudiantiles, Leopoldo López en plena libertad, María Corina Machado y Antonio Ledezma. Por su parte, la oposición tendría que dominar sus impulsos y reconocer también la necesidad de llegar a algún acuerdo constructivo con el régimen. Y ambos sectores sentarse a una misma mesa, sin estériles discursos a la galería o la televisión, y ponerse a negociar todo lo que sea necesario negociar. De no mover Maduro sus piezas en esta dificilísima dirección, lo cierto es que terminará por perder el control del país que aún conserva, sumirá a Venezuela en el caos a manos de los más violentos colectivos autoproclamados comunitarios y tendrá que asumir ante la historia y ante los hombres la responsabilidad personal de haber destruido a Venezuela como nación. Por mucho que Raúl Castro le diga al oído todo lo contrario.