Por: Rodolfo Izaguirre
Cuando Fidel Castro entró en la Universidad Central de Venezuela lo hizo vestido de uniforme verde olivo, el kepis y un enorme tabaco en la boca. No era ningún humanista sino un guerrero, un hombre de armas.
Sin embargo, ¡la universidad y yo nos estremecimos de júbilo! ¡Lo vi pasar junto a mí! Alto, corpulento: emanaba de él la vibrante satisfacción del vencedor, del héroe. ¡Yo jamás había visto uno! Los conocía por las novelas, por las guerras y por la exaltación con la que desde tiempos antiguos han sido aclamados y enaltecidos con coronas de laurel ¡como si fueran reyes! Pero aquella vez era una universidad la que aclamaba a un héroe militar y no ¡a un universitario!
En ese momento, ¡también es verdad!, nadie podía imaginar que aquel héroe cubano iba a convertirse en un sátrapa que durante más de medio siglo desgraciaría a sus compatriotas y perturbaría el sosiego de toda una región… ¡Hasta que Hugo Chávez le permitió apropiarse de mi país! Desde entonces desconfío de los héroes, particularmente de los héroes militares; trato de mantenerme lo más alejado que puedo de ellos y cojo la acera de enfrente cuando los veo venir.
Se dice que el héroe tiene como fin primordial vencerse a sí mismo, pero no es así; por el contrario, busca permanecer, hacerse eterno, inmortalizarse en la memoria de quienes sobreviven a sus desplantes autoritarios. Las virtudes que habrían podido brotar del heroísmo y hacer del héroe alguien humilde y generoso se transforman en un poder absoluto y venenoso, en permanente surtidor de desgracias, en empobrecimiento espiritual. Antes, se le plasmaba en la estatua que algún día será derribada entre gritos y aplausos. Hoy, se idolatra al “héroe” a través de los medios, las vallas publicitarias, los videos que incesantemente se proyectan después de su muerte activados por una oscura aunque bien diseñada devoción política necrofílica de sus seguidores. En todo caso, no hay vuelta atrás ¡el héroe militar de hoy es el autócrata de mañana!
La sociedad venezolana aclamó con arcos de triunfo a Juan Vicente Gómez y aplaudió la traición que le hizo a su compadre Cipriano Castro, de vida escandalosa. Fue Manuel Vicente Romerogarcía, el autor de la novela Peonía, quien dijo acertadamente, refiriéndose a Cipriano ya en el exilio, que “¡se fue Atila pero dejó el caballo!”, porque los mismos que aclamaron a Juan Vicente tuvieron que padecer los veintisiete años de vida “virtuosa” y “benemérita” que duró su oprobio.
Alguien dice: “Pobres los pueblos que no tienen héroes”. Y Galileo, el de Bertold Brecht, contesta: “Pobres los pueblos que necesitan héroes”. Amañada por quienes se perpetúan en el poder, la historia pretende que solo sean héroes los militares triunfantes en las batallas, pero la última batalla que se conoce fue la de Ciudad Bolívar que precisamente hizo héroe militar a Juan Vicente Gómez en 1903. No se sabe de ninguna otra que permita mostrar en el país nuevos héroes militares, aunque existen muchos héroes civiles, tanto en las artes como en las ciencias, que los militares tienden a ignorar.
En Un eclair dans la jungle, una novela de Alan Evans, traducida del inglés y publicada por Marcel Duhamel para la serie noire de Gallimard, aparece en un empobrecido país la colosal estatua de su Libertador, inmortalizado en el bronce y en plena lucha contra el enemigo. “Fue un alivio que haya muerto en el combate”, explica Vargas, el envejecido primer ministro. “Mi abuelo estuvo a su lado y me dijo que era un camorrista terrible que hacía suyo todo lo que caía en sus manos. Dijo también que, si hubiese vivido, ¡el pueblo habría lamentado haber sido liberado por él!”.
Hay una Norma más diáfana y prestigiosa que la de Vincenzo Bellini: Cuando veas a un héroe militar, ¡corre! ¡Corre!