Por: Alberto Barrera Tyszka
El término saltó en medio de una entrevista que la periodista Vanessa Davies le hizo a la socióloga Maryclen Stelling. Yo leí algunos fragmentos de esta conversación en el site de Nelson Bocaranda y, desde ese momento, esas tres palabras se quedaron titilando debajo de mis párpados. Contexto de guerra. Se prenden y se apagan. No descansan. Llevan días ahí, sin moverse. Escribo estas líneas, a ver si así las espanto.
A propósito de las comunicaciones oficiales sobre la enfermedad del Presidente, Maryclen Stelling decía que, al menos en una primera etapa, podía hablarse de un “vacío de información” donde lo que decía el Gobierno resultaba vago o ambiguo para la oposición y para la mayoría de los venezolanos. Ante esto, la periodista Davies advirtió que el país no está en un “contexto normal”, que nos encontramos en un “contexto de guerra contra Venezuela”, para plantear entonces el problema de otra manera: en circunstancias así, ¿se debe acaso ser transparente con la información? Pienso que este breve diálogo es también un excelente retrato, una oportunidad para ver y analizar lo que ocurre en el país, un chance para tratar de entender cuáles son los códigos de la nueva clase dominante, cómo el poder se piensa a sí mismo y promueve o trata de imponer su sentido hegemónico sobre el resto de la sociedad.
Detrás de toda la palabrería con pretensiones de debate ideológico, detrás de toda la alharaca sobre dos sistemas sociales enfrentados, detrás del supuesto dilema planetario que se amasa en nuestro mapa, quizás el verdadero debate que empuja el interior de la sociedad venezolana se centra esencialmente en la pugna entre dos modelos de normalidad muy diferentes. Un modelo que se ha organizado alrededor de la experiencia y de la cultura militar, que se asume a sí mismo en un permanente “contexto de guerra”, y que se contrapone de manera insistente a un modelo que se aferra a la experiencia y a la cultura civil, que entiende y vive la política como una forma de administrar y de resolver los conflictos sociales.
Pienso que la mayoría de los venezolanos estamos mucho más de acuerdo de lo que parece en temas como el ataque a la pobreza, la necesidad del gasto social público o el establecimiento de controles claros para las empresas privadas. Lo que nos polariza está en otro lado. Lo que nos divide, fundamentalmente, es el manejo y el control del poder, la privatización salvaje del Estado y de las instituciones que, en nombre de los pobres y de la patria, ha venido realizando un grupo de venezolanos. Ellos son, ahora, la nueva oligarquía.
Y, por supuesto, tienen otra lógica. Razonan de otra manera, bajo el presupuesto del contexto de guerra. Cuando, en agosto del año pasado, una periodista y un camarógrafo de Globovisión fueron agredidos, el Gobierno no reaccionó de la misma manera como lo hizo esta semana, cuando un animador de VTV fue agredido en un acto de la MUD. Así funciona el contexto de guerra.
En unos casos, se trata de una imperdonable provocación del enemigo. En otros casos, se trata de otro ejemplo de la violencia terrorista del enemigo.
Lo mismo puede verse en lo sucedido en la Asamblea Nacional esta semana. Lo verdaderamente violento no fueron los dos golpes que Claudio Farías le dio a Julio Borges sino lo que vino después, las palabras con las que el oficialismo justificó esa acción. A veces, la legitimación de un hecho es todavía más brutal que el hecho mismo. Farías acudió a los golpes porque se sintió indignado ante los cuestionamientos de un opositor. Carreño, por su parte, acusó a Borges de “provocador” y justificó la acción de su colega como una reacción defensiva. Farías repartió bofetadas, pues, en defensa de la revolución. Eso es contexto de guerra químicamente puro.
Se trata de una fórmula que permite cualquier cosa. En defensa de la revolución, todo se vale, todo es legal, todo es legítimo. Es una versión de la doble moral que propone enjuiciar siempre a los demás con un sistema normativo que nunca es válido para evaluar al poder. El oficialismo siempre vive en estado de excepción.
No tiene límites de ningún tipo. Siempre puede expandir sus fronteras más allá, extender los linderos de lo lícito, de lo constitucional, de lo administrativo, de lo ético… en un contexto de guerra cualquier diferencia es una irregularidad, una traición, una alarma.
Quien vive la política como un territorio bélico, no puede hacer política. No sabe cómo.
Solo es capaz de practicar el combate, de ejercer la conflagración. Vive lo que sucede y no controla como una constante agresión. Le cuesta entender que, más temprano que tarde, la realidad será su peor enemigo.