Por: Alberto Barrera Tyszka
I
Se abre el telón: el escenario está dispuesto, como en otras ocasiones, en el modo “Consejo de Ministros”. Es sábado, ya ha pasado una semana del triunfo electoral. Los actores se mueven entre la alegría y la satisfacción. Llevan en el rostro el alivio de saber que estarán en este set por algunos años más. La obra comienza cuando, a control remoto, el Presidente inaugura una nueva empresa socialista: la fábrica de helados Coppelia, en San Juan de Los Cayos, estado Falcón. ¡El futuro nos pertenece!
“Esta planta que estamos inaugurando hoy –cuenta con entusiasmo uno de los trabajadores, mientras realiza un recorrido y muestra las instalaciones– tiene una capacidad de 4.000 litros por turno, cerca de 26.000 helados diarios. Con la planta que estamos iniciando en Acarigua vamos a llegar a 30.000 litros más para colocarnos en casi 5 millones de helados que serán distribuidos en la población”. Todos aplauden mientras un funcionario comenta que el proyecto es parte de un convenio con Cuba, que la idea es construir muchas, muchísimas, heladerías en todo el territorio nacional. El proyecto forma parte del mismo plan que ya ha señalado tantas veces, con luminosa claridad, el también luminoso líder máximo de la revolución: “Garantizar la seguridad alimentaria de nuestro pueblo”. Más aplausos.
Luego, el propio Compañero Comandante Presidente señala que “es importante el relacionamiento de este tipo de fábricas con las actividades sociales, culturales, de la región que es muy turística”. Todos los ministros asienten, algunos toman nota. Al Compañero Comandante Presidente no se le escapa nada. Siempre está atento a todos los detalles. Articula las ideas, los planes; asegurando siempre el rumbo correcto de la utopía.
Las imágenes destacan la maquinaria, brillante y pulida; los obreros, contentos, dedicados a sus tareas; el funcionamiento perfecto de toda la empresa. El trabajo parece una cuña publicitaria. Un frío emocionante contagia la pantalla. El telón tirita mientras se cierra.
II
Las imágenes destacan la maquinaria, brillante y pulida; los obreros, contentos, dedicados a sus tareas; el funcionamiento perfecto de toda la empresa. El trabajo parece una cuña publicitaria. Un frío emocionante contagia la pantalla. El telón tirita mientras se cierra.
El Compañero Comandante Presidente anuncia que esta vez sí será “sumamente duro”. Promete de nuevo que, ahora sí, este será su mejor gobierno. Acusa a los antivalores, denuncia los vicios de la contrarrevolución y del imperialismo. Más que cerrarse, el telón se derrumba.
Tarda poco el acto en entrar en el clímax: la indignación del Compañero Comandante Presidente. Resulta que le ha llegado el “rumorcito” de que la fábrica de helados Coppelia está cerrada. Se queja agriamente. ¿Qué pasa? ¿Cómo puede ocurrir algo así? Se siente avergonzado. Reseña que hasta el mismísimo Fidel Castro le había enviado un mensaje diciéndole que quería echarle una probadita a esos helados. ¡Qué horror! ¡Qué bochorno! Los ministros asienten. Algunos toman notas.
Como si hubiera seguido un manual de gerencia alemana, el Compañero Comandante Presidente dice que de inmediato mandó a su ministra para la Presidencia a averiguar qué había sucedido en esa empresa. El informe es preciso: falta manteca, no hay envases y una de las máquina está dañada. El Compañero Comandante Presidente, además, añade que también le llegó otro rumor: la fábrica queda muy lejos de donde viven los trabajadores. Es un rumor de varios kilómetros.
El resto de la escena transcurre con un ritmo trepidante. El Compañero Comandante Presidente no deja hablar a nadie. Da la palabra y la quita de inmediato. Está exasperado. Habla como si él no hubiera estado en el primer acto. Como si acabar de llegar a esta secuencia. Después de catorce años –casi tres gobiernos de los de antes, de cuando cada período duraba cinco años– todavía inaugura una obra que no dura ni siquiera quince días. Todo es fachada. Todo es musiquita. Todo es blablablá.
El Compañero Comandante Presidente anuncia que esta vez sí será “sumamente duro”. Promete de nuevo que, ahora sí, este será su mejor gobierno. Acusa a los antivalores, denuncia los vicios de la contrarrevolución y del imperialismo. Más que cerrarse, el telón se derrumba.
III
El telón, esta vez, ya no se abre. El escenario permanece cerrado. El público comienza a extrañarse. La gente se mira, asombrada, nerviosa, con dudas. Poco a poco, los murmullos crecen. Una pregunta pasa de mano en mano, de boca en boca. ¿Y si todo el país se llama Coppelia?