Por: Sergio Dahbar
Cada vez más la distancia que separa una obra de arte del público resulta mayor. Debería ocurrir todo lo contrario, pero se imponen los intereses, el gusto dirigido, el nuevoriquismo desbocado, la necesidad de la crítica de orientar el consumo cultural…
Hace tiempo un amigo me refirió una exposición a la que había asistido en Londres. Se le solicitaron piezas a artistas consagrados y a desconocidos. Y se borraron los nombres de los creadores. Había obras de diferente formato, técnica, investigación…
Los coleccionistas, los amantes del arte, los que lavan dinero, las amas de casa de la burguesía educada, gente como cualquiera que anda por ahí, podía adquirir el cuadro o la instalación que quisiera. Sólo tenía que gustarle.
Lo interesante de la propuesta londinense es que al borrar los nombres de los artistas desaparecían los vicios relativos al mercado del arte contemporáneo. En ausencia de prestigios, modas, elocuencias académicas, quedaba a solas la obra frente al consumidor.
Mi amigo me explicaba que era como participar en una lotería. Uno podía pagar nada por una obra que valía millones, o al revés, dar demasiado por una pieza por la que un artista estaba dispuesto a pedir un plato de comida.
Era como una película de Woody Allen, pero sin Woody Allen. En Londres alguien había encontrado una manera de jugarle una broma a los pretenciosos que en las vernissages ofrecían cátedra sobre los nuevos derroteros del arte.
Esta semana recuperé esta sensación de justicia poética al ver el documental de Harry Moses, “¿Quién coño es Jackson Pollock?”. Se trata de otra venganza, esta vez perpetrada por el azar y la necesidad que suelen unirse en matrimonio en la vida cotidiana de los seres humanos.
Para que hoy podamos ver este documental tuvo que existir una mujer llamada Teri Horton. Alguien que hemos visto en televisión y en cine. Una mujer del medio oeste americano, el país profundo de John Wayne. Una dama jubilada, que antes fue camionera y ahora toma cervezas en bares de carretera mientras pierde los dientes.
Teri Horton quería regalarle algo a una amiga. No sabía qué, pero quería al mismo tiempo gastarle una broma. Vio en un remate casero de un pueblo perdido en la nada de San Bernardino (California) un lienzo con tanta tinta que se mareó.
Costaba cinco dólares. Y salió contenta, porque pensó que en el peor de los casos podrían lanzar dardos sobre esa tela mientras se emborrachaban. Esa era Teri Horton.
Al salir del remate ella alcanzó a oír: “Parece un Jackson Pollock”. Entonces Teri respondió: “¿Quién coño es Jackson Pollock?”. No sabía en ese instante que estaba poniéndole el título a una película.
Harry Moses es productor, guionista y director de cine. Sus libretos para dos series de televisión de los años ochenta fueron exitosos: Moonlighting (Hechizo de luna) y Hill Street Blues.
La película “¿Quién coño es Jackson Pollock?”, así como la historia que la hizo posible, es una materia que debería estudiarse en las escuelas de arte. Todo sucede a partir de que Teri Horton descubre quién era Jackson Pollock (1912/1956) y, de paso, cuál es la cotización de su obra.
En los días del estreno del film de Moses, The New York Times informó de manera confidencial sobre la venta, sin pasar por la tarima de las subastas, de un cuadro del Pollock por 140 millones de dólares.
Moses filma a Teri Horton al salir de una librería con una biografía de Pollock en las manos: “Nunca me había gastado 20 dólares en un libro de tapa dura”. Le cambia la vida esa lectura.
“Hoy en día, Teri sabe más sobre Pollock que el 99% de los americanos, incluidos los expertos en su obra”, confirma Harry Moses.
Las vicisitudes que ha vivido Teri Horton desde que compró ese lienzo imposible de entender son extraordinarias. Ha tenido que lidiar con especialistas, críticos, forenses…
Recibió una oferta de dos millones de dólares, que rechazó. Después una desde Arabia Saudí: nueve millones. Otra vez dijo que no. No lo hace por dinero sino por dignidad: “¿Quiénes se han creído que son esos expertos?”. Tiene razón. Sobre todo porque a ella -antes y ahora- no le gusta nada la pintura de ese señor llamado Pollock.
Excelente relato. Que duro es para un buen artista lograr que lo valoren. Cuantas veces vale mas tener una personalidad excentrica, que exhibir un lienzo.