Por: Sergio Dahbar
A medida que pasan los días realidades del viejo comunismo europeo aparecen en las calles de Venezuela, como déja vù de épocas nefastas de la historia contemporánea. Por quince años se destruyó la institucionalidad como nunca antes, pero existía cierto prurito por mantener formas democráticas. Desde que asumió el Heredero del Eterno, la convivencia se deteriora a la velocidad de la luz. Nadie pareciera detener este tren que avanza sin mando hacia ninguna parte.
Por culpa del cine, recordé otra vez a Rumania. En 1967 apareció la turbia figura de Nicolae Ceauşescu. Al principio fue percibido como un político independiente (y dictatorial): promovió la disolución del Pacto de Varsovia. Fue crítico con las intervenciones totalitarias de Checoslovaquia y Afganistán.
Pero no pasó demasiado tiempo antes de que Ceauşescu se aislara de Occidente y encontrara un modelo a imitar en Corea del Norte, con su demencial culto a la personalidad. En los años ochenta intentó acabar con la deuda externa a través de un curioso método (el monje nuestro lo habría secundado) conocido como “racionalización”.
Este método significó la desaparición de artículos de primera necesidad como la carne, la leche, los huevos, el agua corriente y la luz eléctrica. No tardó en incendiarse el país. Brasov, primero, y luego Timişoara, concentraron el caldo de cultivo de la rebelión que terminó por arrasar con una administración atrasada e ineficiente.
Nicolae Ceauşescu perdió el apoyo del ejército, que encontró una forma rocambolesca de convertirlo en el culpable de todos los males. Lo ejecutaron en Navidad junto con su esposa. Lo impresionante es que ya el comunismo había dejado una marca en Europa del Este.
Y quizás el país que mejor ha sabido tramitar en el arte cinematográfico lo que fue el padecimiento de una época infernal fue Rumania. De ese rincón ha salido el mejor retrato de la ignominia, con piezas galardonadas en Cannes, Berlín, San Sebastián y Toronto.
Es el caso de La postura del hijo, del realizador Calin Peter Netzer, que obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Cine de Berlín 2013. Es una joya de esas que alimenta el planeta del mejor cine independiente.
El título alude al punto de vista del hijo, un joven que vive sometido bajo una de esas madres obsesivas que asfixian cuando aman demasiado. Ella es arquitecta, tienen dinero y en el poscomunismo no se detiene ante nada.
Esta mujer (una magnífica Luminita Gheorgiu) se llama Cornelia, aunque su esposo le dice Controlia, porque es una controladora feroz que nunca ha dejado respirar a su hijo y lo ha convertido en un personaje cobarde y sin sentido de vida. A Cornelia no le gusta su novia, no le gusta que ella tenga un hijo de otro matrimonio y no le gusta cómo tienen el apartamento.
Pero el drama de esta historia arranca cuando este muchacho, el hijo, llamado Barbú (Bogdan Dumitrache), atropella una noche en una carretera a un niño de 14 años y lo mata, al intentar pasar a otro vehículo a más velocidad de la permitida. Los familiares del niño lo golpean y las autoridades lo encierran en la comisaría.
Cornelia se pone en acción. Visita la estación policial como una amenaza y deja en claro que es una mujer para temer. Hará lo que sea para salvar a su hijo de la cárcel, y eso puede llevarla a contradecir a las autoridades, manipular a los jefes, comprar testigos, y convertirse en una verdadera pesadilla para todo el mundo.
Hay que reconocer la grandeza del realizador Calin Peter Netzer. Construye un cine donde no hay blancos y negros. Todos los personajes tienen zonas oscuras y momentos de grandeza. Y es capaz de contener los sentimientos para crear una obra limpia, austera en el hueso de lo que es necesario contar para entender la historia. El resto que lo llene cada espectador.
El padre y la madre, como metáforas sociales, son figuras poderosas. Calin Peter Netzer elabora una fábula sobre un personaje patológico, castrador, que no deja ser a su hijo su propio amo (del que le habla Tzvetan Todorov a Boris Muñoz en una magnífica entrevista publicada en Gatopardo), un amo necesario para tomar decisiones y enfrentar el destino como le corresponde a cada sujeto social.
El contexto que incuba este drama es la sociedad poscomunista rumana: conviven desigualdades sociales, corrupción y tráfico de influencias. Netzer se apoya en un conflicto entre madre e hijo. Quizás porque, como él ha confesado, en el comunismo del Este se desarrolló un sentido de posesión materno más fuerte que en el resto de Europa. Lo que permite especular que en sociedades totalitarias ser libre es un asunto que empieza por casa.