Por: Leonardo Padrón
La ciudad de Caracas ha completado 447 larguísimas vueltas al sol transcurridas en una geografía portentosa. No es difícil suponer los ojos aturdidos de Diego de Losada cuando, luego de una fatigante expedición desde El Tocuyo, se le reveló la monumental cordillera que dividía al mar Caribe del verdor de un valle irrepetible. Fundar una ciudad en este espacio de guacamayas acuciantes y laderas nostálgicas era imperativo. Toda belleza incuba el apremio de una conquista. Hoy, los más recientes hijos del valle, estamos confundidos. No sabemos si celebrar o no. Caracas es, en este año 2014, el resumen de nuestro fracaso como país. Detrás de la liturgia de la fecha hay quejumbre, dolores que se abultan y un elenco de problemas que acribillan la música natural de las celebraciones.
Caracas cumple 447 años. Y no vamos a hablar de sus orígenes, porque sabemos que esta ciudad reniega de su pasado a martillazo limpio. Hoy se nos impone la urgencia de su futuro. Y el presente, lacrado por el caos, es el primer mandamiento de ese futuro. Todos los caraqueños nos preguntamos por qué los tantos regentes que ha tenido esta ciudad no terminan de construirla. Seguimos siendo, como lo decía Cabrujas, “un mientras tanto y por si acaso”.
No existe memoria para apiñar tantas promesas olvidadas, proyectos inconclusos o gestiones deshonestas. En su mientras tanto, Caracas sigue dispensándonos sus prodigios, esperando agónicamente por nosotros.
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Me suelo ufanar diciendo que nací en Caracas, que me gradué en el Liceo Caracas y que soy militante de Los Leones del Caracas. Proclamo con tres datos biográficos, sin duda irrelevantes, mi devoción por la ciudad donde ejerzo la vida.
Caracas es el lugar donde me he enamorado todas las veces, donde aprendí a jugar beisbol y lamer mis propias heridas, donde garabateé mi primer poema y asesinaron a mi mejor amigo.
Es la ciudad donde me deslumbré con las páginas de Salvador Garmendia, Juan Sánchez Peláez y Rafael Cadenas. La ciudad donde descubrí el sabor de las arepas en la madrugada. La ciudad que me permitió un amor juvenil en Lomas de Urdaneta y otro en El Cafetal, un amigo en La Vega y otro en el Alto Pinar, quinientos viajes en el autobús de la línea San Ruperto, una cantidad inapreciable de perros calientes en sus esquinas, una lista febril de conciertos en el Poliedro y, sobre todo, una ciudad donde entendí el significado de la palabra democracia. Ese ejercicio de libertad al que no pienso renunciar por más que los fanáticos de Lenin y Fidel se afanen en pulverizarla.
Es la ciudad donde aprendí a ser peatón y estrellé mi primer vehículo. Aquí he sido tantas veces feliz que no conozco mejor escenografía para mis desánimos. Soy de esta vehemencia del asfalto donde los motorizados me observan con desprecio por el rasante hecho de poseer un carro. Pertenezco a esta luz incrédula y magnífica que tanto persiguen fotógrafos y pintores. Correspondo a este desconcierto colosal donde conviven la calle del hambre, el afán de la moda, la Torre de David, las garzas del Guaire, los ejecutivos del petróleo, los travestis de la Libertador, la gastronomía de los Palos Grandes y el crack de las barriadas.
Soy aquel habitante de El Paraíso que caminó exhaustivamente la Avenida Baralt y los laberintos de Casalta descubriendo en sus esquinas a Ismael Rivera y Hector Lavoe, pero también a Oscar D´León con la Dimensión Latina y al Sonero Clásico del Caribe. El mismo que descubrió los gritos de jonrón en sus calles, cuando la primera base era el tronco de un árbol centenario y la tercera el faro de un Chevrolet del 68.
Hoy, esta generación no conoce los entresijos lúdicos de la calle. Sus avenidas se han convertido en zona de prisa y fuga. Hoy, mi sentido de pertenencia a esta ciudad ha sido vapuleado por sus gobernantes y malandros, a veces, escandalosamente mezclados en la misma cédula de identidad.
Esta es, sin duda, una ciudad cada vez más difícil de querer. Un malentendido que camina con largas zancadas hacia el abismo.
Hoy mi ciudad es mi claustrofobia. Mi estridencia y mi dialecto íntimo.
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Vivimos en una capital bombardeada por la virulencia política. Los ojos del Comandante Galáctico nos vigilan desde vallas y paredes mientras sus discípulos invaden terrenos y malversan bienes. La anarquía nos gobierna tras el hachazo que nos partió en miles de pedazos.
La inseguridad ha definido el biorritmo de la ciudad. Somos inquilinos del miedo. Ya los amantes no se tardan a besos en el carro. Es el amor exprés, consecuencia del secuestro exprés. Ya ni se puede ser un diletante de la amistad en las esquinas.
Hoy la misión primaria de los caraqueños es pugnar con la cultura de la muerte. La ciudad nos ha empujado a las paredes de nuestro hogar. Le robaron la noche, le expropiaron su bohemia. Los centros comerciales, plazas de la posmodernidad, tienen la respiración entrecortada.
El paisaje urbano por excelencia es la violencia. La muerte es la primera y última noticia del día. Boris Muñoz habla de: “ese infinito hilo de sangre que ha hecho que Caracas también sea conocida como la capital de la crónica roja”. Apunta la existencia de dos ciudades que “como hermanas enemigas, a veces logran ignorarse, pero nunca dejan de entrecruzarse”. Dos mitades que se repelen y complementan.
Somos cada vez menos gregarios, y por lo tanto, más solitarios. Menos ciudad, y por eso, más isla y guarida. Nuestra vigencia está severamente cuestionada por la escasez de agua en los grifos, luz eléctrica para trabajar o aceite de maíz para cocinar. La Caracas del siglo XXI anda salpicada de estudiantes protestando en masa, madres en la orilla de la morgue, silicona en los glúteos de la vanidad y toneladas de reguetón en las esquinas.
Caracas es una herida en el costado. Unos ojos que destilan gas lacrimógeno. Un semáforo en eterna luz roja. Un buhonero que vende leche en polvo y balas perdidas.
Caracas, la del cielo que desata envidias. Basurero de las grandes ideas, pero también custodia de nuestras ambiciones. Caracas la chic y la chaborra. La risueña y la amarga. El valle bipolar que cantan Yordano, Masserati 2 litros y Mariaca Semprún. La nostalgia impoluta de Ilan Chester, Aldemaro Romero y Billo Frómeta.
Alguien ha dicho que el principal lugar común de esta ciudad es la desconfianza. Y, ciertamente, el recelo esta empozado en nuestras miradas. Aprendimos a vernos de reojo.
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Es muy fácil hacer una lista de razones para condenar a Caracas.
Nos ha entrenado para tratarla con ironía y hostilidad. Es tan cómodo devolverle los insultos que hemos aprendido a hacerle el odio. Vale la pena el ejercicio contrario: ensayar argumentos para quererla. El desafío de sus ocupantes es reconciliarnos con sus virtudes y exigirle un destino más acorde con las pulsiones de toda metrópolis contemporánea. Olvidamos hacerle el amor.
Yo, por ejemplo, siempre he abonado mi entusiasmo a la leyenda de que en sus aceras deambulan las mujeres más hermosas del planeta. Sea verdad o exceso, me gusta creerlo y muchas veces siento constatarlo.
En esta ciudad es posible honrar la exigencia del paladar más mundano y puntilloso. Se puede exhibir la misma ligereza de vestuario tanto en febrero como en julio o noviembre. El clima de Caracas no es percance, sino bendición.
Su reina madre es la montaña, ese portento que llamamos Ávila. Nuestra postal invicta. La desembocadura de todas las miradas. El talismán que los viajeros se llevan en las maletas de la nostalgia. La brújula y el monumento mayor de la ciudad.
Caracas es una ensalada de gentilicios: los cubanos de ahora, los chinos recién llegados, los haitianos del carrito de helados, los colombianos de siempre, los españoles eternos, los italianos sin regreso. Una tierra de inmigrantes que hoy tuerce su cara para buscar una puerta de salida al exilio. Escribió el poeta Juan Calzadilla: “El que huye de la ciudad huye de sí”.
Caracas necesita más piropos así como más gerentes que sepan de urbanismo, de cultura callejera, de civilidad y sentido común. Caracas solicita coherencia a grandes dosis.
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Yo anhelo una ciudad donde pueda volver a ser peatón en sus 25 kilómetros de longitud. Mis hijos no caminan su ciudad. Van de un lado a otro atrapados en la burbuja de un carro con aire acondicionado. Ambiciono para ellos un asfalto donde puedan jugar caimaneras o manejar bicicleta sin el riesgo de terminar secuestrados. Que este cielo lujoso sea el techo de sus juegos, así como lo fue de los míos.
La ciudad posible necesita de nosotros. De nuestra apetencia por ella.
La ciudad posible ocurre, por ráfagas, en los mercados callejeros, en las ferias de libros, en los festivales de música y teatro, en las plazas iluminadas y otra vez verdes.
La ciudad posible debe tramar la convivencia entre conductores y motorizados. Donde el maltrato le ceda el paso al respeto. Necesita ciclistas y músicos ambulantes, cafés y restaurantes al aire libre. Una urbe donde se recupere el placer de la tertulia. Donde no se nos escape el sol en colas perpetuas para buscar comida o regresar al hogar. Donde la calle sea coctel y vorágine para el asombro y la maravilla.
Una ciudad, sobre todo, donde la vida le gane la batalla a la muerte.
Quiero la Caracas que se despliega en los folletos del entusiasmo turístico. Esa Caracas descrita por fabuladores y mitómanos. Esa Caracas siempre fotogénica y ávida de mejores caricias.
La ciudad posible nos espera en algún lugar del futuro y en la terquedad de los optimistas.
Merecemos que este pavimento de nuestro agobio vuelva a ser sucursal y cielo.
Toda ciudad es la suma de su gente y la impronta de su geografía. Por eso, en honor al carisma indestructible de Caracas, se impone refundarnos.
Somos seis millones de personas que aspiramos a la concordia definitiva. Ese supremo acto de civilización que nos devuelva la posibilidad de vivir sin abismos en una de las ciudades más luminosas del Caribe.