Cuando el historiador busca épocas de envilecimiento colectivo se detiene en la tiranía de Gómez. Quizá no encuentre período más tenebroso, horas más dolorosas. Meterse en los testimonios del gomecismo es como penetrar una oscuridad sin confines que conduce a preguntas sobre la posibilidad de llegar más bajo una sociedad en materia de deshumanización, de vivir en un pantano de indiferencia capaz de meterse en todos los estratos de la colectividad hasta convertirla en una reunión de personas acostumbradas a vivir sin muestras de solidaridad con el prójimo. Hablamos de una experiencia irrepetible, pero se puede hacer memoria de su existencia para medir el agujero en el cual nos ha metido el régimen de la actualidad.
Mientras los venezolanos de bien se consumían en las cárceles, según se puede comprobar en las Memorias de José Rafael Pocaterra, una obra mayor de nuestra literatura y testimonio de una decadencia que parecía insuperable, circulaba el discurso sobre el progreso del país y sobre las virtudes del sujeto despiadado que habitaba en la cumbre de Maracay. Los padecimientos del pueblo y la miseria generalizada se ocultaban en una retórica de adelantamiento que nos conduciría a un estadio estelar debido a las cualidades del “hombre fuerte y bueno” que lo guiaba. Los intelectuales de las alturas, los publicistas del oficialismo, los empleados públicos cada vez más numerosos y una población domesticada por la repetición de mensajes sobre el establecimiento de una época dorada y por el miedo a los tormentos infinitos de los esbirros, fabricaron tres décadas de horror en cuyo centro predominó la indiferencia ante el sufrimiento de las mayorías.
En el campo de la historia las analogías no son lícitas, en especial si se pretende una relación con algo tan irresistiblemente pestilente como el gomecismo, pero la noticia de hechos de canibalismo en una cárcel del Táchira, sucedidos hace poco y divulgados en la prensa como si cual cosa, tiende un puente que se pasa sin forzar la barra. Más todavía cuando consideramos que ni en La Rotunda de Nereo Pacheco se hubiera concebido un festín de brutalidad como el que ahora conocemos sin que sintamos que se experimenta una situación extraordinaria. Y, asunto fundamental, sin que reaccionemos con las palabras apropiadas. La ignominia se supera a través de la conducta, desde luego, pero sin duda también a través de un lenguaje capaz de denunciarla con urgente eficacia. Pocaterra importa por la cárcel que pagó cuando reaccionó contra Gómez, pero mucho más por las letras que nos legó sobre las bajezas de su tiempo.
Cuando alguien advirtió esta mañana en el Twitter que estábamos frente a un canibalismo del siglo XXI, caí en cuenta de la obligación que tenemos de describir con el lenguaje apropiado la vida que padecemos debido a la presencia malvada del chavismo. Así, por ejemplo, sobre el horror de las ergástulas y sobre la corrupción que convierte a los familiares de Gómez y al mismo Benemérito en aprendices del robo, en carteristas de poca monta; pero especialmente sobre la vejación de los humildes y los desvalidos tapada por la publicidad de la justicia social y por las reacciones generalmente anodinas de la oposición. Hemos manejado esos y otros temas sin los vocablos ni los argumentos que los calibren en su real dimensión. Debemos hacer como Pocaterra frente a la oscurana de su tiempo, sin que el esfuerzo signifique, porque no es posible, que queramos emularlo en sus excelencias de escritor. A través del discurso, el ataque al régimen debe ajustarse a las atrocidades del régimen, pero no hemos dado la talla en el desafío.
La oposición y los escribidores de la oposición nos hemos conformado con la repetición o la imitación de la retórica que predominó en el lapso de la democracia representativa, con pequeñas variantes que obedecen necesariamente a la mudanza del tiempo, pero sin la creación de mensajes y estilos peculiares que se ocupen de la descripción de los desastres también peculiares de la actualidad. Hay unos hombres abandonados que esperan ese tipo de palabras que no se han escuchado, ese aliciente primordial que los anime a sobrevivir. Ahora, cuando sabemos de la existencia de un canibalismo del siglo XXI, se da la oportunidad.