La instalación, el 5 de enero, de la primera Asamblea Nacional democrática que se da Venezuela en el siglo XXI, con retraso de 17 años, plantea un desafío ingente a las mayorías calificadas que mediante el voto popular, universal, directo y secreto – y por sobre los obstáculos que aún le opone el régimen despótico de Nicolás Maduro y Diosdado Cabello – son responsables de cambiar nuestro rumbo por los caminos de la paz.
Una ajustada interpretación de lo ocurrido, fuera de sesgos ideológicos o legítimas aspiraciones que mal pueden sobreponerse a la idea del Bien Común, revela la madurez que a golpes alcanza hoy el pueblo venezolano en su conjunto. En el fondo, dado que se acostumbra a vivir en libertad más allá de sus desengaños, rechaza como en 1992 las asonadas; apuesta al diálogo para la solución de sus problemas ingentes. No por azar, si a Maduro le tacha por su abulia, a Cabello le desprecia por patán y “chopo de piedra”.
Unos comicios que en otro tiempo hubiesen mostrado un razonable margen de abstencionismo, dominados por el espíritu de la localidad, sin embargo mudan en plebiscito nacional. Y si bien lo que moviliza al rechazo popular es el actual estado de cosas – léase la indolencia y vileza residente en los causahabientes de Hugo Chávez – como el crujir de los estómagos, es decir, el hambre generalizada frente a la embriaguez palaciega y su impudicia, la opción no es, por ahora, la hoguera. No son las pailas ardientes sino el imperio de la razón para dibujar el porvenir lo que priva. Un verdadero milagro ocurre, también hijo de la constancia y de un aprendizaje doloroso por parte de los dirigentes diversos de la Unidad, como cabe anotarlo.
El resultado electoral, además, es una lección – aún no asimilada – para quienes desde 1998 optan por explotar la buena fe de los votantes – relajan la dignidad de los pobres – con el Mito de El Dorado y anunciando que la ira de Júpiter se hará sentir sobre los corruptos; todo ello antes de que los primeros traicionen a los segundos, para ocupar el espacio de los terceros y desbordarlos con la ayuda del narcotráfico.
No aprecian, como lo enseña Cicerón en Los Oficios, que más daño se causan a sí quienes de tal modo proceden que el daño que pueda hacerles la iracundia de los dioses, pues éstos optan por mostrarse impasibles para dejar que hable la voz del pueblo y le retire su confianza a los felones: “El que quebranta un juramento, quebranta la fe, a quienes nuestros antepasados (como dice Catón) colocaron en el capitolio al lado de Júpiter”, reza la antigua prédica del jurista y filósofo romano.
¡Que la oposición ahora la representen 112 diputados y al gobierno una minoría de 55, no es lo esencial! La Unidad es demócrata, plural en lo partidario y ajena al “unanimismo de los déspotas”, tan criticado por Rómulo Betancourt después de 1958. El “unanimismo” es el horizonte perpetuo de la izquierda marxista, de suyo, antidemocrática; tanto que al saludar los propósitos del Pacto de Puntofijo ella anuncia que no lo firma por lo dicho: Le falta el rostro único, el del jefe de todos.
De modo que, la Unidad Democrática es y ha de ser cabal para la defensa de la democracia desde el parlamento. Pero no puede ser tal al punto de ahogar el debate democrático entre los factores distintos de la propia Unidad y de ésta con los diputados del oficialismo. El Palacio Federal no es la sede propicia para una asamblea de eunucos, como la que mandara Cabello.
El desafío tampoco es volver al pasado. Es recordar, sí, las raíces que nos atan como nación; que tensionan al presente y cuyas realidades sobrepasan el debate entre las ideas; y que reclaman ser atendidas con la mirada puesta en lo urgente, en lo mejor, y en lo conveniente, no solo para las generaciones actuales sino respetando el derecho de las generaciones futuras.
No obstante cabe desandar el camino para retomarlo en el punto perdido. Antes de que Chávez traicione con su zarpazo Constituyente la esperanza de cambio en democracia planteada por la mayoría del pueblo en 1998, en mi memoria dirigida al último congreso democrático electo en el siglo XX – diverso, como el que se inaugura esta vez – y en sus primeros pasos sobre el siglo XXI, en enero de 1999 afirmo que la elección del soldado ex golpista junto a la de un parlamento en el que nadie, por sí solo, puede arropar a sus adversarios, significa que los venezolanos entienden que “cambio en democracia es la consigna ineluctable. Cambio dentro de la descentralización y de la participación política y su respeto. Cambio dentro de la pluralidad de las fuerzas que suman al país y que encuentran representación equilibrada en los órganos parlamentarios. Cambio, en fin, como vía para la reafirmación de la Paz”.
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