Por: Carlos Raúl Hernández
Cada vez que una mujer aparece bajo la regadera en alguna secuencia cinematográfica, va a morir en manos de un terrible asesino, o por lo menos a pasar un buen susto hasta que el galán la rescate. Probablemente termine destripada a cuchillo limpio. Pero ese es apenas uno entre otros ripios sin los que buena parte de las películas no existirían. Varias de la serie Locademia de policía y las de Tarantino, entre otras, se dedican a burlarse de eso. En una de aquellas, el desalmado homicida entra a la sala de baño donde la inocente víctima canta despreocupada Memory (memories) aquella exquisita pieza de Cats, en la que el personaje declama la aspiración rehacer su vida, en la inagotable en taquilla obra de Webber.
Y en vez de tasajearla debidamente, el malencarado sicario termina cantando a coro la dulce melodía y llorando a lágrima partida ¿Qué sería incluso de grandes cintas, en las que todo dependió de que el protagonista rompiera unas cadenas con un buen tiro de pistola? El problema es que en la vida real la bala, al chocar con el implacable acero, debiera más bien desintegrarse, convertirse en talco de plomo y si fuera ella también de acero, desviarse y seguir su camino.
¿Qué pasaría sin la interesante propensión a explotar que tienen los automóviles en Hollywood, al menor choque o volcamiento, lo que hace suponer que no llevan en sus tanques derivados del petróleo, sino nitroglicerina? ¿O quiere alguien un recurso más prodigioso para resolver situaciones sin matar, que esa maravilla de un golpe en la cabeza que desmaya al enemigo, lo mantiene fuera de servicio por el tiempo necesario y no deja secuelas criminales?
El héroe no tuvo así que matar exageradamente bandidos sino que un buen cachazo en la mollera y aquí no ha pasado nada. Son lo que llamaría un filósofo “cosificaciones”, coágulos en el lenguaje cinematográfico que se presentan también en cualquier otro. Para hablar del hablado, hay que recordar que cuando la marabunta de gobierno aún estaba medio agazapada, produjo una epidemia de forúnculos lingüísticos, difundida por los más cultos del país, tales como “cuarta república”, “puntofijismo”, “cogollocracia”, “soberano”, “poder constituyente”, “ilegitimidad”.
Hoy para burlarse del sufrimiento causado a decenas de familias, introducen el maquiavélico “los llamados” presos políticos -Lenin decía: “los llamados intelectuales; buen viento se lleve a esos cochinos”- o el infamante “políticos presos”. Los demiurgos de dos golpes militares, denuncia la oposición de “golpistas y desestabilizadores”. Esas jugosas carnadas verbales las mordieron hasta en los viejos partidos del sistema, pese a que eran expresión de que la batalla cultural la ganaba la barbarie, incluso entre las elites del poder democrático.
Uno de los rasgos distintivos de la hegemonía cultural, es que torna su lenguaje en atmósfera. Durante el período democrático resonaron las frases y los conceptos de Rómulo Betancourt. “La violencia es el arma de los que no tienen la razón”, “venezolano siempre, comunista nunca”, “votos sí, balas no”, “la democracia es la única manera de vivir decentemente”, hasta las “multisápidas hallacas”. Hoy nuestra semiología política muere inane. Algunos dirigentes, de los que se esperan estrategias, planteamientos de fondo, recomendaciones para lograr objetivos, se presentan ante los medios con quejas, lamentaciones de barbería.
Padre de una tragedia megaláctica, el caudillo hizo descender la expresión política al sintagma excremental. Y la oposición, luego de consignas que no fueron, divaga en significantes a veces un poco pavosos. Se ha resucitado aquello de “el granito de arena”, que produce estornudos o urticaria. Y el curiosísimo lo que es. Ya nadie dice “maté una cucaracha”, sino “maté lo que es una cucaracha”.
El bicho, a la manera hegeliana, como cosa en sí y no cosa para sí, su coseidad, aclara que lo que se pega a la suela cuando pisas el insecto es el ente y no el ser. El asunto es de alta jerarquía filosófica, aunque se preste a chiste. García-Bacca dice que no es lo mismo saber lo que es la vida, una presurosa cadena de experiencias que todos tratan de amargarse entre sí, a saber qué es la vida, algo que hasta ahora carece de respuesta filosófica. Intriga que nadie dice el gobierno, sino el tema del gobierno, ni la inflación, sino el tema de la inflación. Precaución epistemológica, tal vez, pues como la realidad es básicamente incognoscible, decir tema alude un precinto racional y no la cosa en sí. ¡Quién sabe!