Publicado en: El Nacional
Por: Elías Pino Iturrieta
Bolívar es como un árbol en cuya ramazón cabemos con comodidad los venezolanos, y en cuyo nombre invocamos cualquier tipo de causas. Eso dijo el poeta Andrés Eloy Blanco en los años cuarenta del siglo pasado, y algo parecido repitió después el alarmado historiador Briceño Iragorry ante los rituales del culto cívico. En efecto, lo hemos sacado en procesión desde los tiempos de Guzmán, para que más tarde se convirtiera en el santón más socorrido de crespistas y anduecistas, de gomecistas y antigomecistas, de marxistas y socialcristianos, de adecos y medinistas, de demócratas y perezjimenistas, de ricos y pobres. Por eso reposa en el centro del Panteón Nacional, que era una antigua iglesia a la que le quitaron el sagrario para colocar en su lugar los restos mortales del héroe. Allí está El Libertador, por lo tanto y sin discusión, en el que fuera lugar para el resguardo de las hostias consagradas.
Que los chavistas lo invoquen y le hagan nuevo altar no es nada nuevo. Que lo propongan como precursor del “socialismo del siglo XX”, tampoco debe convocar alarmas. Que su espada camine otra vez por América Latina, como dice la tediosa consigna, parece asunto rutinario. Si ya lo habían proclamado los adecos como fundador de la ecología, ¿podían quedarse atrás los revolucionarios de la actualidad? Si después dijeron que se nacionalizaba el petróleo debido a un mandato del Padre de la Patria, cuando en sus remotos tiempos el aceite del mene solo servía para curar el reumatismo, no nos deben sorprender las hipérboles restablecidas por Hugo Chávez y por Nicolás Maduro. Sin embargo, existe una pavorosa disonancia en la asociación realizada por los actuales mandatarios con la figura del venerado personaje, un vínculo que invita a la repugnancia.
El régimen inaugurado por Chávez y continuado por Maduro es, para propios y extraños, uno de los más corruptos de nuestra historia, si no el más corrupto sin ningún tipo de atenuantes. Simón Bolívar, el Libertador, el Padre de la Patria, no merece que se le asocie con esta caterva de truhanes. Los chavistas se llenan la boca con la evocación de la figura del prócer, mientras atiborran sus bolsillos con dinero mal habido. Uno de los hombres más pulcros de la época de la Independencia, ajeno a chanchullos que involucraran los dineros de la república en ciernes, aparece ahora en la vanguardia de una caravana de delincuentes cuya fama ha traspasado las fronteras nacionales. El mandatario a quien le sacaban ronchas los funcionarios inescrupulosos, que no quería ver ni en pintura y a quienes alejaba de su presencia como si fueran apestosos, sufre ahora la inmerecida parejería de un elenco de burócratas dignos de la cárcel por sus depredaciones. Como lo nombran desde que Dios amanece, forman con él una amalgama indigna de quien se caracterizó por una honestidad sin sombras.
Lo peor del asunto radica en el hecho de que, como la corrupción venezolana ha traspasado las barreras nacionales para convertirse en una referencia trasnacional, el héroe puede ser y es víctima de una asociación ineludible, de una relación inevitable. No resulta forzado que se le relacione con las cuentas bancarias de los pillos, con las fortunas oscuras de los bolichicos, con los paraísos fiscales, con los negociados de Odebrecht, con las operaciones de narcotráfico prohijadas por los oficiales del “Ejército Libertador” que tanto han circulado en las páginas de sucesos, con el lujo desvergonzado de los delincuentes de cuello blanco, con las mansiones del Caribe y con las villas europeas que han adquirido las mafias chavistas. Como se empeñaron en decir que su espada caminaba por América Latina y por otras latitudes, aun por las lejanías de la Arabia pétrea, sobran los malpensados que vienen señalando que la vaina no solo contiene acero contra la opresión, sino también, aparte de discursos de mala muerte, otros materiales extraños e inconfesables que se mueven en el bajo mundo. El punto radica en que realmente algo más que un sable se oculta en el envase, alejado de las filigranas y de las piedras preciosas con las cuales una vez lo adornó el generoso Congreso del Perú.
Quien ha tratado de ubicarlo en su justa dimensión puede asegurar que Bolívar no fue un corrupto. Quizá tampoco fuera todo lo que se le ha inventado, todo lo que el culto patriótico le ha atribuido, pero un altar sin exageraciones no sirve para mayor cosa. Sin embargo, que los corruptos lo conviertan en excusa y escudo, que lo usen como rehén ante los ojos de los venezolanos de buena voluntad y ante ojos extraños debería provocar una rebelión de las conciencias. Todos cabemos con comodidad bajo el manto del héroe, como proponen los sacerdotes del altar patriótico, menos los corruptos que trajo al mundo y multiplicó el individuo que en mala hora se proclamó como su sucesor y albacea.
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