Publicado en: El Nacional
Por: Fernando Rodríguez
Pocas veces, sin duda, algún país ha despertado la atención y la activa y continua participación de la llamada comunidad internacional –lo de comunidad tiene mucho de ironía– como lo ha sido Venezuela desde que Maduro ha emprendido la tarea de acabar, acabar dije, con este país que no será la quintaesencia de la especie pero tampoco, lo dice esa atención, de los menos favorecidos por la naturaleza y la historia. Y que tiene una notable peculiaridad que no tienen otros: que es nuestro, y uno no puede sino quererlo, al menos calárselo, incluso odiarlo, como los hijos, o como nuestra intransigente mismidad.
Esos mirones que otrora nos ignoraban, país periférico y nuevo rico, ahora nos han puesto en primera plana de sus noticieros y en caso preferencial de sus cancillerías y a ratos hasta de sus instituciones militares. Somos mirados y discutidos, y esas miradas y esos decires pesan, en muchos sentidos. Pero el mayor es que vamos perdiendo autonomía, independencia, nos vamos convirtiendo en pieza de un juego global que tiene lógicas cuyo control no está en nuestras manos. Y que en estos días se practican con creciente rudeza, con instrumentos de alta peligrosidad y con un desbarajuste moral bastante alarmante.
Yo recuerdo, todavía, que de estudiantes atravesábamos todo París para ver algún diario de varias semanas atrás, ya bastante recortado por los diplomáticos, a tratar de darnos alguna idea de lo que estaba sucediendo por aquellos lares de la nostalgia y que no tenía lugar en las esparcidas cartas familiares que nos recomendaban abrigarnos bien y comer completo, o en el silencio casi absoluto de los medios franceses sobre nuestro poco noticioso país. Ahora Deutsche Welle nos dedica diariamente un programa en su edición en español. O no es infrecuente que tengamos que acudir a El País para enterarnos mejor de algún acontecimiento local que nuestra continuamente agredida y empobrecida prensa no ha recogido suficientemente. Etcétera.
Ya es un lugar común afirmar que después de una breve primavera en que la guerra fría desapareció con el Muro de Berlín la humanidad se ha llenado de sombras, litigios bélicos locales y amenazas globales. Me refiero, verbigracia, al cambio climático, verdadero y verosímil apocalipsis para todo el mundo menos para Trump, gran contaminador, que rompió con el Acuerdo de París. O las recientísimas declaraciones de Bolsonaro contra las universidades públicas, la ciencia y el pensamiento crítico. O la generalizada y descarada pérdida de respeto mediática a la verdad, a lo mejor la piedra angular de toda civilización. O el populismo por todos lados, desde los últimos desechos del comunismo a Putin o los gobernantes italianos, para no extendernos. Los 1.000 millones de hambrientos en el planeta lleno de maravillas tecnológicas. El crecimiento incesante de la desigualdad en los países desarrollados. Siria, el Estado Islámico, Yemen. Todo lo cual y mucho más producen un mundo de dramas viejos y nuevos y diferentes conflictividades geopolíticas. Y es allí donde hemos pasado a ser pieza y presa, en niveles difícilmente discernibles. Pero todos intuimos que una reunión entre Pompeo y Putin debe ser más importante para nuestro futuro que alguna marcha multitudinaria y decidida que podamos hacer. Tanto es así que hay quienes claman por ser invadidos lo más pronto y contundentemente posible para enfrentar el estercolero de bandas, mafias, guerrillas y agentes cubanos, más los musculosos aliados, Rusia a la cabeza, en que los chavistas han convertido el país en putrefacción.
Sin duda, esto hay que decirlo con tristeza. Y no es que sea del todo nuevo, pero no en esa intensidad y desfachatez. El último legado de Chávez, que tanto habló de imperialismo, es habernos convertido en un trofeo entre potencias rapaces. No nos queda sino cobrar conciencia de este problema en vez de apostar por uno u otro campo, e intentar, muy a contracorriente, ser actores de nuestra propia vida. A estas alturas es una apuesta difícil que, por supuesto, no implica rechazar el apoyo que cualquiera, hasta los peores, nos puedan prestar, pero tratar de equilibrarla con nuestra presencia activa y constante, decisoria. Es un reto nada fácil a estas alturas.
Lea también: “¿Ya pasó el 30 de abril?“, de Fernando Rodríguez