Por: Sergio Dahbar
Esta es una historia triste, pero posee el músculo de esas fábulas arquetipales que impactan a las sociedades más diversas porque hablan de la esencia de los seres humanos. Es el caso del sexto hermano de una familia de inmigrantes mexicanos, radicados en Detroit, Estados Unidos.
Sixto Rodríguez estudió filosofía y comenzó a trabajar en la industria de la construcción. Aspiró sin suerte a cargos representativos en la ciudad. Se casó, tuvo hijos, se separó y vivió toda su vida en una casa que compró por 50 dólares, a mediados de los años 70. ¿Qué tiene de única la vida de Sixto, que se parece a la de tantos inmigrantes latinos?
En las noches en que Sixto buscaba liberar las tensiones del día, con una guitarra, cantaba en los bares. En una esquina lúgubre, de espaldas. Había humo y la melancolía que expresaba con su voz llamaba la atención.
Allí lo oyeron dos músicos del sello Sussex. Inmediatamente quedaron fascinados. Por la tristeza y el realismo sucio de sus letras. Era el trovador de una ciudad hostil, evocador de una pobreza áspera.
Los dos músicos que descrubrieron a Sixto Rodríguez invitaron al jefe, Clarence Avant, propietario de Sussex y que más tarde trabajaría en Motown con Miles Davis, Michael Jackson, Quincy Jones y Stevie Wonder. Al oirlo, quedó prendado. Era nasal, con Dylan.
Entre 1970 y 1971 Sussex graba dos discos de Sixto Rodríguez. Saben que tienen oro en las manos. Pero fracasan. El productor confesó después: “tenía un talento único, era un especie de sabio’’. Pero no conmovió a la audiencia. Y volvió al mundo obrero. “Mi trabajo no es tan malo, confesaría. Te mantiene la sangre circulando’’.
Aquí la historia da un giro inesperado. Alguien, uno de los pocos que compró uno de sus discos, se lo lleva a Sudáfrica. Y allí sus letras se convierten en himnos de la resistencia contra el apartheid. (“La basura no es recogida, las mujeres no son protegidas, los políticos -usando a la gente- han estado abusando, la mafia crece como la polución en el río’’). Los discos son editados por un sello local, pero rápidamente el gobierno censuró y prohibió sus canciones. Agigantaron su figura.
Cuando Nelson Mandela llega al poder y el apartheid se vuelve un mal recuerdo, Sixto se mantiene en el ring. Pero los fanáticos de Sudáfrica creen que él ha muerto. Piensan que se suicidó en público, aplastado por el fracaso inicial. Así la leyenda se mineraliza.
Esta historia forma parte de un largometraje documental del sueco Malik Bendjelloul, Searching for Sugar Men, que obtuvo el Oscar 2013, el Bafta 2013 y Sundance 2012.
Malik Bendjelloul, de origen argelino, tenía 28 años en 2006, y recorrió Africa en busca de una buena historia para hacer una película. La encontró en Sudáfrica, dentro de una tienda de discos. Allí se topó con un enigma de la cultura contemporánea.
En esa tienda, el dueño, Stephen Segerman, a quien llaman Sugar, le contó a Bendjelloul la historia de Rodríguez. No lo podía creer. En 1997 Segerman y el periodista Brian Currin deciden investigar la muerte de Rodríguez.
No consiguen nada. Por eso rastrean a la familia por Internet y descubren que Sixto está vivo, que luchó por los derechos de las minorías, que educó a sus hijas en la austeridad y cercanas al arte. Una de ellas entra en contacto con los sudafricanos.
El 2 de marzo de 1998 Sudáfrica recibe a Sixto Rodríguez como si fuera Dios en la tierra. Lo ubican en un hotel cinco estrellas, pero el duerme en un sofá. Cuando sube al escenario, el público -que lo creía muerto- estalla en un delirio de gritos. La locura se repite en seis estadios. Generaciones de sudafricanos se conmueven con este personaje inasible.
Pero Sixto Rodríguez debe volver a su vida de obrero en Detroit. Esta estrella no cobró un dólar del medio millón de copias que se vendieron como mínimo en Sudáfrica. Alguien se hizo millonario con su talento.
Hacia el final de Searching for Sugar Men, Rodríguez, con setenta años, vive una vida apacible. No pareciera perturbarlo la diferencia entre ser una estrella o un obrero digno. Entiende que el éxito es una moneda esquiva y que la gloria puede ser tan caprichosa como el deseo de una mujer. ¿Cuántos hombres pueden decir lo mismo?