Por: José Rafael Herrera
La vida de los venezolanos de los últimos tiempos ha devenido, objetivamente, hostil realidad. Una de sus características fue la de poseer una sólida clase media en ascenso, en un país en continuo potencial de desarrollo de sus fuerzas productivas, tanto materiales como espirituales. Venezuela fue, de hecho, durante años, y sobre todo a partir de la década de los años cincuenta, “el país de las oportunidades”, especialmente para todo aquel que tomara el riesgo y asumiera con tesón y dedicación el esfuerzo de alcanzar sus metas. Después de 1958, superado el régimen de fuerza, la población venezolana marchó, decididamente, al encuentro de su futuro. La educación se hizo pública y masiva, pero de calidad, como nunca antes en su historia. Los hospitales se especializaron aún más y mejoraron en cantidad y calidad las políticas asistenciales y preventivas. La seguridad personal y social, en un país habitado por gente mayoritariamente decente, mantuvo siempre a raya los vicios y el morbo de la corrupción. La construcción se hizo país y el país se hizo construcción “in fieri”. País, en suma, de esplendor y de cálida generosidad con los ciudadanos venidos de otras tierras.
Ese mismo país, ese que conocieron nuestros padres, ese que conocimos y disfrutamos, ya no es. Hace unos venticinco años comenzó a agonizar, y hoy es apenas un nostálgico recuerdo de “los buenos tiempos”. Es, más bien, “el ayer”, nuestro continuo presente “antes”. En efecto, en los actuales tiempos de miseria y depauperación moral y material sostenidas, el término “antes” se ha convertido en una referencia esencial en toda conversación, particularmente entre aquellos que, provenientes en su mayoría de los sectores populares, lograron, como se decía, con esfuerzo sistemático, terminar sus estudios en universidades que, por años, fueron floreciente referencia mundial, entre las más distinguidas academias del orbe, e hicieron sus posgrados en el exterior, para luego regresar al país, contribuyendo con su desarrollo en las más diversas áreas de la industria, el agro, o, incluso, en las llamadas profesiones “convencionales”, a los fines de garantizar no solo la propia prosperidad, sino la prosperidad de todos. Para ellos, hombres y mujeres, preparados, civilizados, venidos de menos a más, gracias al conocimiento que el país fue capaz de suministrarles con generosa nobleza, ese país se nos fue, entre colas interminables en los automercados y farmacias, entre la desaparición del papel higiénico, el desodorante, el aceite o la leche; entre los secuestros, los atracos y el deterioro de todos los servicios públicos. El país de la Sabana Grande de noches de conversación hasta la madrugada; el país de las caminatas por los parques y las plazas; el de los “campings” en las playas y montañas. El mismo del dólar asequible y el “tá barato”: ese es el país que se fue y que, para muchos, se fue para siempre, “para nunca más volver”, como dice la canción. La empresa petrolera modelo del planeta, reducida a una lavadora andorrana de “trapos” verdes. De un país de políglotas a “ware guanchi son frijoles” y el “Güi-Fay”. La muchedumbre que acepta, cabeza gacha y sin chistar, “léxicos” tales como el de “los libros y las libras” o “los colos y las colas”.
Para la gente que con tanto esfuerzo la Venezuela de otros tiempos pudo formar, para garantizar el porvenir; para aquellos que pudieron disfrutar de lo mejor del teatro, la danza o la música de las más diversas regiones del planeta y tuvieron a su disposición una concepción cosmopolita, diversa, policultural y multirracial, ahora, solo se puede hablar en los términos del “antes”. Como si todo se hubiese acabado, como si se hubiese tratado de un sueño que simplemente terminó. Como si no se pudiese ya luchar más por lo que la arrogante ignorancia –el militarismo y sus jugosos negocios, a expensas de los recursos de ese pueblo y ese país que en el fondo detestan y que, de hecho, tratan con tanto desprecio– hace ver como un vano intento, como un algo “irrecuperable”. Cabe preguntarse, bajo semejante coyuntura, si se está dispuesto a entregarle el país, definitivamente, a la barbarie, a los tiempos de montoneras, a la oscura noche del terror, de miseria y de odio.
A los efectos del pensamiento propiamente dicho, y por encima de los prejuicios que guían los pasos de la miseria humana, el “antes” parece ser el tiempo propicio para la reflexión. Hace pocos días, un estudiante avanzado de Física de la Facultad de Ciencias de la UCV, le recordaba a quien escribe que solo gracias a las situaciones de crisis es posible avanzar. “Superar y conservar”, decía Hegel. Es verdad que los tiempos filosóficos son tiempos de nostalgia, como afirmara Novalis y citara el joven Lukács, ese “impulso de tener el hogar en todas partes”. Porque la filosofía es un síntoma de desgarramiento entre lo interior y lo exterior, entre el yo y el mundo, entre la inadecuación de lo subjetivo y de lo objetivo. Un signo, pues, de la patentización de lo incongruente que aleja el alma y la acción. Pero también es verdad que quien piensa detenidamente los tiempos de crisis orgánicas logra comprender que, de algún modo, todos los hombres de esos tiempos portan consigo los rudimentos esenciales, fundamentales, sin duda, propios del quehacer filosófico, y que, en consecuencia, son portadores potenciales de la utopía concreta, demiurgos, capaces de dibujar el mapa del horizonte de lo posible.
No hay antes sin después. Siempre se trata de una cuestión de tiempo. La persistencia, el trabajo organizado de todos los días, en síntesis, la “paciencia del concepto”, son las claves de resolución del laberinto. Después de todo, el Minotauro no es tan temible. “Nada grande –de nuevo, es Hegel quien lo dice– se ha hecho en el mundo sin una gran pasión”, lo que, por cierto, no es igual a la posesión de “apasionamientos” sin ton ni son. Concebir el país que se fue y no concebir el que podemos construir a partir de estas ruinas que quedan de lo que fue es no detenerse a pensar, por ejemplo, en la Alemania o en la Italia de la posguerra. Todo depende de la no renuncia, de la convicción firme, del “no te rindas”, “no te dejes”. Se trata, justo, de la capacidad que se logre tener a los efectos de apuntalar las propias ruinas. T. S. Elliot lo ha dicho con majestuosa y estética precisión: “¿Conseguiré al fin poner en orden mis tierras?… con estos fragmentos yo he apuntalado mis ruinas”.
Más allá de “las palabras y los palabros”, cabe devolverle al país de la infinita generosidad lo que le dio por años a sus hijos. Y, a la luz de esa premisa, no hay ni minotauros, ni dinosaurios adictos, ni gorilas, ni botas, ni bayonetas, que puedan detener la fuerza de las ideas que han sido sembradas en un pueblo