Publicado en Prodavinci
Es otra de nuestras exclusividades. Al parecer, solo en Venezuela el verbo carajear se corresponde con la acción de insultar de mala manera o de maldecir a otra persona. Entre nosotros, el uso de este verbo es más o menos común y, en general, refiere a una conducta autoritaria, a alguien que dispara improperios e injurias, que descalifica y sataniza, que se impone a punta de palabras. Lo demás es silencio.
El oficialismo ha ejercido siempre, con singular ligereza, el carajeo. Sin duda, es una herencia que les viene su líder. Chávez era un experto carajeando. Tenía un registro muy amplio. Podía hacerlo con humor y con ironía, con mala leche, sinuosamente y de costado, pero también de forma frontal y con mucha rabia, con vibrante indignación. Poseía, además, el talento y la capacidad de llenar de sensación de verdad todo lo que decía. Sus herederos lo imitan. Entre otras cosas porque carajear a los otros es fácil y puede, incluso, convertirse en una adicción. Regala un halo de poder provisional pero satisfactorio. Quizás eso fue lo que sintió, esta semana, Nicolás Maduro cuando en un acto de su partido carajeó públicamente a un simple militante que andaba descuidado, haciendo otra cosa, sin prestar disciplinada atención a sus palabras. Maduro le gritó, lo señaló, lo dejó en ridículo delante de todo el mundo. De inmediato, los aplausos le inflaron el pecho y le subieron la mandíbula. Se sintió bien consigo mismo. Había logrado rugir como si esa mañana se hubiera desayunado medio tigre. Por fin, coño. Por fin algo le salía bien.
Una de las características del carajeo es que el destinatario de toda la acción suele estar en situación de vulnerabilidad frente a quien le grita. O no puede defenderse o no sabe cómo hacerlo. Es una víctima que no puede ser otra cosa que una víctima ¿Acaso podía ese humilde militante reaccionar de alguna forma ante el Presidente de la República que, de pronto, lo señala y lo humilla públicamente? ¿Cómo? Carajear a alguien menor, a un empleado, a un subalterno es muy sencillo. Es también lo que le queda mejor a Maduro. Cada vez que intenta subir a otra liga, fracasa. Su diatriba con Luis Almagro está en la otra esquina de esta misma semana. Lo llamó “basura”, “traidor”, “agente de la CIA”…pero nada funcionó. Algo falla en la retahíla. No hay fuerza. No hay sensación de verdad. Mucho menos cuando termina mirando fijamente a la cámara, apretando los ojitos, y diciéndole al Secretario General de la OEA: “te secarás”. De pana: eso no es carajeo. Eso es bolero.
También resulta fácil carajear cuando la víctima está en posición de absoluta minoría. O cuando no tiene ningún chance de defenderse, cuando ni siquiera está presente, cuando la descarga se realiza desde un canal de televisión o desde un centro de poder, donde quien lanza los agravios verbales está rodeado de funcionarios y policías, de guardaespaldas y de adulantes voluntarios. Así cualquiera. Pero es lo que hacen con frecuencia otros líderes oficialistas. Siempre que veo a Jorge Rodríguez o a Diosdado Cabello distribuyendo sarcasmos o insultos en una rueda de prensa o en un programa de televisión, me pregunto cómo se comportarían, qué dirían, si tuvieran a sus interlocutores delante, si estuvieran frente a ellos, solos, en una habitación ¿Actuarían igual? ¿Dirían lo mismo, con las mismas palabras, con el mismo tono, con las mismas muecas? ¿Carajearían de la misma manera?
Pero hay otras formas más sutiles de carajear a los otros. Con distintos lenguajes, con otros códigos. Pero son usos comunicacionales que persiguen lo mismo, que tienen la misma tarea. Lo ocurrido ayer, la transmisión televisiva de los ejercicios militares que –encima- terminaron con la simulación de un faena represiva a una protesta- es una carajeada histórica. Un mensaje perverso y ultra reaccionario. Tiene la intención de aplastar la naturaleza democrática que aun vive dentro de los ciudadanos. Fue un abuso de poder, un delito. Y lo mismo podría decirse de la decisión de prohibir manifestaciones en los alrededores del Consejo Nacional Electoral. En este 2016, el TSJ no ha hecho otra cosa que carajear sistemáticamente a los millones de venezolanos que votaron por un cambio el 6 de diciembre pasado. Nos gobiernan unos ciegos armados. Siguen sin querer mirar o escuchar la realidad. Gritan más y más. Y cada vez se oyen menos. Cada vez hay más voces en la calle.
El diálogo tiene la capacidad de transformar a quienes dialogan. Ese es su poder. Esa es su exigencia. Quien carajea no dialoga. Quien carajea solo quiere callar a los demás.