Pertenece a Descartes la afirmación según la cual “una gran cantidad de leyes proporciona a menudo excusas para los vicios”. A consecuencia de lo cual se atrevía a advertir que “un Estado está mucho mejor regulado cuando, no teniendo sino pocas leyes, son mucho mejor observadas”. No es que Descartes sea, precisamente, uno de esos pensadores por los que el pensamiento dialéctico sienta una particular devoción. De hecho, para Hegel, la figura de Descartes es representativa de la llamada “primera posición del pensamiento respecto de la objetividad”, es decir, de ese tipo de pensamiento que se halla aún inserto en “la experiencia inmediata, ingenua”, porque carece de la necesaria “conciencia de la oposición del pensamiento en sí mismo y consigo mismo”. Motivo por el cual cree poder llegar, por medio de la simple reflexión, a conocer la verdad. Está –dice Hegel– “contento” con su marcha inexorable hacia los objetos, para luego reproducir su contenido en las sensaciones e intuiciones, transformándolos en contenido del pensamiento. Con ello, la objetividad propiamente dicha desaparece, y es sustituida por la reflexión del entendimiento. El dogma, en efecto, nunca ha sido buen consejero para la comprensión de la realidad de verdad.
Y, a pesar de ello, Hegel reconoce, en este pensar abstracto, una de las características fundamentales de toda posible filosofía, a saber: la idea misma de comenzar, de establecer el punto de partida, el origen, todo posible saber. Y era eso, por cierto, lo que el viejo Descartes reclamaba: la clara et distincta perceptio que, al parecer, muchos políticos, extraviados en la insensatez, envueltos en sus propios enredos, en la oscuridad y la confusión, propias de sus bajas pasiones o de sus particulares intereses, parecen haber perdido. La promulgación de “muchas leyes” pareciera, pues, estar en estrecha conexión con la propagación de “muchos vicios”. La fórmula cartesiana deviene máxima del entendimiento reflexivo: a mayor cantidad de leyes, mayor cantidad de vicios. Para decirlo en palabras de Shakespeare: “Mucho ruido” con las leyes pero muy “pocas nueces” con su puntual y eficaz cumplimiento. Venezuela es, tal vez, uno de los países con la mayor cantidad de leyes, decretos, reglamentos y normas que posee América Latina.
A la Constitución venezolana, notoria por la extensión de sus muchos detalles, solo le falta la descripción precisa del tamaño –las medidas– de las chapas de los agentes del orden. No obstante ello, y desde hace ya bastante tiempo, se ha ido manifestando un extraño modo del ser y de la conciencia sociales, caracterizado por el desgarramiento y consecuente extrañamiento tanto de las formas jurídicas como de las morales, es decir, de las estructuras que conforman el ámbito de la sociedad política y de la sociedad civil, respectivamente. Lo que, más bien, pone –al ser y la conciencia– en una situación de una peligrosa oposición, radical, extrema. Se trata del síndrome que el sociólogo Émile Durkheim designara con el nombre de anomia.
Se trata, por cierto, de la ausencia de gnomos, cabe decir, de normas que regulen efectivamente la convivencia de la sociedad, así como, consecuentemente, de la manifiesta incapacidad del cuerpo jurídico y ético-político para hacer efectivo el reconocimiento del ser con la conciencia o de esta con aquel. Una sociedad que sistemáticamente trunca el derecho de sus ciudadanos, que entorpece sus aspiraciones sociales, que no les provee de lo necesario para conquistar sus metas, es una sociedad potencialmente generadora de anomia. Es, en sí misma, una bomba de tiempo.
Como se sabe, las expresiones más sobresalientes de anomia son la agresión como respuesta instintiva y la transgresión de las más mínimas formas de respeto y convivencia. Expresiones que van tomando cuerpo hasta solidificarse y convertirse en modo de ser y decir. La criminalidad se transforma en cotidianidad; los suicidios se hacen habituales; los vicios, como la drogadicción, el alcoholismo, la pornografía, los juegos de envite y azar, entre otros, funcionan como “válvulas de escape”, frente a una sociedad intolerante, cerrada, incapaz de generar entusiasmo, de propiciar un clima de fraternal civilidad y de contribuir con la resolución de los problemas esenciales de la gente. Por el contrario, una sociedad de y para los “controles” absolutos, totalitarios, espiritualmente pobre, irracionalmente rígida; una sociedad que, por lo demás, promueve el odio, la confrontación y el resentimiento sociales, que concibe la miseria, la creciente depauperación, la barbarie militarista y la obediencia ciega como auténticos “privilegios”, como sus más loables “valores”, es una sociedad enferma de anomia.
Un régimen con esas características está condenado inevitablemente a fracasar. Ya no tiene vuelta atrás, por más miedo que se genere entre la ciudadanía; por más amenazas e improperios que lancen contra sus críticos y opositores; por más manipulaciones que se pretenda hacer de la opinión pública; por más leyes y controles que se quieran imponer; por más juicios amañados que se cuezan en los tribunales; por más jóvenes que se obliguen a tomar la triste decisión de tener que abandonar el país, en busca de una mejor calidad de vida y, sobre todo, de un futuro –perciben ellos– que se les ha expropiado. No se puede gobernar sin consenso, y el régimen ya hace bastante que lo perdió.
La tarea que comienza ahora consiste en curar el flagelo de la anomia. Para ello, resulta impreterible reconocer al otro sin “desquite”, ser mejores, elevar todos y cada uno de los niveles de educación y producción, a fin de regenerar el tejido orgánico de la cultura que ha sido salvajemente cercenado. Reestablecer la adecuada coincidencia entre lo que se es, lo que se piensa y lo que se dice es una cuestión de absoluta prioridad. No se puede superar a Descartes sin conservarlo