Hoy se celebra el Día Mundial de la Eficiencia Energética, un ecológico saludo a la bandera que en este país, productor de petróleo, patria y héroes de pacotilla, debería tener rango de festejo nacional; los herreros, sin embargo, no forjan en acero sus cuchillos, prefieren tallarlos en madera: el 5 de marzo era para nosotros el Día del Campesino, pues, en data semejante, pero en 1960, Rómulo Betancourt promulgó la Ley de Reforma Agraria (la conmemoración fue oficializada, en 1970, por Rafael Caldera). También solían acordarse los medios dados al registro de efemérides del estallido, en 1858, de una insurrección armada encabezada por Julián Castro que puso fin al nepotismo monaguense –Revolución de Marzo, llamaron esa insurgencia contra (se dijo) el sectarismo y la corrupción, la primera de su género que, en Venezuela, logró derrocar un gobierno y poner a su jefe de patitas en una embajada; asimismo, a partir de 1958, se nos recordaba (mientras duró el entusiasmo) que, en 1911, había nacido en Carúpano Wolfgang Larrazábal, quien, tras la caída de Marcos Pérez Jiménez, presidió la junta gubernamental de transición hacia la más larga experiencia civilista y democrática que haya conocido la República, abortada por un charlatán que la pegó, cuyo deceso, exactamente 60 años después de que el camarada Iósif Stalin estirase la pata, cambió el cariz de este día que, de paso, es el de Maracay, el de santa Olivia y vaya usted a saber de cuáles otros aniversarios y sucesos dignos de evocación.
Desde hace cuatro años, el 5 de marzo tiene en el patio una significación diversa porque, hagamos memoria, entonces nos enteramos, por boca del sujeto más embustero que haya analgatizado en la silla miraflorina, de lo que la mayoría del país conjeturaba y una minoría bien informada daba por sentado: que Chávez había muerto –ya había sido, fungiendo de redentor, crucificado por sus partidarios en una campaña electoral en la que participó sin que su precaria salud lo aconsejara (no así un ego más grande que el de Narciso)–. Lo que sorprendió, ¡oh!, a la ciudadanía fue la desvergonzada impostura de quien, nadando en lágrimas de cocodrilo, ¡buaaa!, y con el mandado hecho, ¡yabba-dabba-du!, había estado engañando al país con risueños partes, ¡jejeje!, sobre inverosímiles y maratónicos encuentros, ¡uf!, con un enfermo terminal que estaba pidiendo pista y cantaba “El manisero” o “Bacosó”, ¡me voy, me voy, me voy! Día funesto para la nación. No porque esta perdiera mucho con su partida, como nos quieren hacer ver sus franquiciados, sino por los daños y perjuicios que ocasionó con remedios peores que la enfermedad, suministrados por la farmacopea populista y con los placebos ideológicos de las apotecas castristas, que han sumido al país en gravísimo estado comatoso del que se necesitarán casi que inesperados milagros para que se recupere, lo que no sucederá mientras la terapia esté en manos de un curandero (in)maduro. Nos echó un vainón, el «cristo» de Sabaneta, testando a favor de quien lo hizo, el cual, en agradecimiento a ese gordo de Navidad que le fue adjudicado por el «mesmesemo» dueño de la lotería, el 8 de diciembre de 2012, en ocasión de su última visita a Venezuela, hizo del 5 un número cabalístico –el quinto día de cada mes acostumbra presentarse ante la tumba del paracaidista para descargar sus angustias y quebrantos– y del 5 de marzo ocasión propicia para organizar toda suerte de solemnes actos in memoriam del eterno con la participación, en retribución por los favores recibidos, de lo que va quedando de la izquierda parasitaria continental.
Hay quienes aseguran que el deceso del cosmo-galáctico inmarcesible e imperecedero se produjo con bastante antelación al anuncio oficial y fue ocultado mientras se diseñaba una «estrategia de supervivencia» para que, muerto el perro, no cesase la rabia. El primer paso de la maquiavélica manipulación fue la tan memorable cuan campanuda mise-en-scène de su funeral, una lastimera, plañidera y muy fastuosa ceremonia ante la cual la «coronación» de Pérez, maliciosamente señalada por quienes cuentan la historia a su manera como detonante (¿de efecto retardado?) del Caracazo, no pasa de ser un acto del montón, similar a las rutinarias tomas de posesión que de tanto en tanto reúnen, en una capital latinoamericana cualquiera, a mandatarios de la región con el propósito de reafirmar la legitimidad de quien ha sido elegido presidente mediante el sufragio. Según esos mismos opinantes, el chavismo sin Chávez era, para la grises eminencias de La Habana y Fuerte Tiuna, algo menos que inaudito, ¡fin de mundo!, una opción absolutamente inviable, que no merecía ser considerada ni en broma; por tanto, era indispensable buscar una manera de mantener en el top of mind del populacho la idea de que el comandante seguiría gobernado desde el más allá, lo que postulaba planificar el fomento del culto a su personalidad, apelando incluso a recursos de índole mágico-religiosos. Por el poder, todo se vale. Así que ¡Chávez vive! ¡Viva Chávez! Mas no todo salió a pedir de boca. Ha sido tan de pato macho la deposición del bailarín salsero y émulo de Abdalá Bucaram, que el país cayó en cuenta de que la responsabilidad de la extrema e insufrible mamazón nacional no podía recaer solo en quien ahora chilla y rebuzna, sino, sobre todo, en quien lo pellizcó y azuzó: el tira-la-piedra-y-esconde-la-mano cuya imagen postrera acongoja a los cardiopatriotas y narcocombatientes: generalotes poliestrellados y enchufados de alto coturno reacios a aceptar que su comandante empedró con erráticas iniciativas el sendero del infierno que nos consume, que su «hombre nuevo» es el niño de la calle graduado de pran, y el mar de la felicidad, un posapocalíptico estercolero en el que gentes trasmutadas en zamuros picotean inmundicias para no perecer de inanición; no obstante, los jerarcas de la revolución bolivarista quieren que hoy sea día de dolor rojo. Quizá escuchen a Javier Solís –“Ay, un año más sin ti/ ay de mí, esto no es vivir/ no puedo resistir/ un año más sin ti”– y laven con alcohólico llanto los pecados del gran hermano (¡hic!). Hoy, 5 de marzo, los campesinos están pintados en la pared del olvido, junto a Julián Castro, Wolfgang Larrazábal y la eficiencia energética.
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