Quizás deba comenzar por una frase del historiador alemán Philipp Bloom. “Para arreglar las cosas había que instituir la censura, la policía, los espías, excluir a la gente o ejecutarla. El ejemplo paradigmático sería Pol Pot, que, a través del asesinato de masas, intentó llevar a una sociedad hasta el feliz estado de la inocencia. En la filosofía de Rousseau está el comienzo de toda dictadura”.
Rousseau está en el comienzo. Y retumba en la Casa Amarilla, donde días atrás psicólogos cercanos a Nicolás Maduro participaron en el foro “Violencia y operaciones psicológicas en Venezuela’’.
Impresionante escuchar a terapeutas “demonizar’ protestas de 80 días: por desabastecimiento, inseguridad y ruina económica; por ausencia de un Estado de Derecho; por destrucción de la institucionalidad; por aniquilación sistemática de justicia; y por la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente tapa amarilla.
Cuesta no advertir esta jugada a varias bandas del ejecutivo, donde sacan del sombrero psicólogos que satanizan a los más jóvenes. Para justificar “laboratorios de paz, y reeducar guarimberos’’. Como éramos pocos, con el fantasma de Pol Pot nos hemos topado, Sancho.
Los ataques criminales a los vecinos de Los Verdes nos remiten inexorablemente a la patología represiva de Pinochet, con visitas nocturnas de terror y destrucción. Los testimonios de torturas en La Tumba revelan lo que ocurría en los centros de vejámenes del sur.
Los laboratorios de paz ahora tienen la firma de la revolución comunista que aplicaron los jemeres rojos, entre 1975 y 1979, en Camboya, para reeducar a una población “desviada’’, todos parásitos eliminables.
Cinco años de terror y exterminio caracterizó a la Kampuchea Democrática de Pol Pot: hospitales fueron desocupados; se destruyeron documentos de identidad; los billetes eran arrojados en las calles; y cadáveres se acumulaban en las cunetas. Los libros y los juguetes fueron confiscados. No se podía usar calzado. Solo vestimenta color negro. Los lentes eran señal de superioridad intelectual. Toda expresión de sentimiento era sospechosa. Cruzar las piernas era un hábito capitalista.
¿Quiénes diseñaron este horror primitivo? Los jemeres rojos pertenecían a la clase media y alta; habían estudiado en liceos privados y en la Sorbona, París; fueron atrapados por la peor doctrina estalinista; tenían razones para ser resentidos; y fueron genocidas.
Mientras esta aberración ideológica se cobró un millón setecientos mil camboyanos (25% de la población), la izquierda occidental consideraba que los jemeres rojos sólo hacían el bien. ¿Suena conocida esa complicidad?
Noam Chomsky acusó “una fabricación de evidencias” para desacreditar a Camboya. Aseguró que refugiados camboyanos en Vietnam y Tailandia prestaban falso testimonio. Remitió las causas del genocidio a bombardeos estadounidenses sobre Camboya, entre 1969 y 1973. No fue el único. Malcolm Caldwell, del Journal of Contemporary Asia, objetó los testimonios de refugiados, mientras imitaba frases de los discursos de Pol Pot.
Los jemeres rojos repetían que querían “empujar a la gente a ser feliz’’. Ninguno de los intelectuales superdotados de Occidente que los celebraron advirtió el odio de esa frase. Hay gente que puede comerse un elefante y no eructa.
Empecé con Rousseau y voy a terminar con Pin Yathay, sobreviviente de un campo de reeducación camboyano. El recordó una nana para dormir niños. “Hijo, ¡recuerda! Tu padre ya no existe. Era un puro revolucionario… Debes guardar en tu corazón el odio de los opresores burgueses, capitalistas, imperialistas y feudales. Te toca vengar a tu padre”. Aquí estamos.