Por: Alberto Barrera Tyszka
Tengo un interés particular en todo este asunto del robo de cabello. No es una curiosidad de alguien que teme quedarse calvo. Se trata, más bien, de una deformación vocacional. Me parece un caso tan literario que casi puedo imaginar a varios compañeros del oficio desarrollando cuentos extraordinarios alrededor de esta anécdota. De seguro, Norberto José Olivar, excelente narrador maracucho, nos lleva ventaja, quizás ya tiene hasta media novela escrita. El tema calza perfecto con alguna de sus bajas pasiones: después de los vampiros y de los hombres lobos, tal vez es hora de que aparezcan misteriosas pirañas en Maracaibo.
La idea de que un asalto se realice con tijeras, a plena luz del día y en la vía pública, tiene ya algo de extraño lirismo, de absurdo fantasioso. Está más cerca de la filmografía del viejo oeste norteamericano que de la cruda crónica roja latinoamericana. Tiene un no sé qué de dama en diligencia, sorprendida por cuatreros asaltantes, que de pronto pierde la inocencia de una larga cabellera, tan cuidada y tan pulida, con buen champú y noble enjuague, durante tantos y tantos años ¿Qué puede hacer una víctima después de algo así? ¿Acaso comienza a recorrer, de manera obsesiva, una a una, todas las tiendas de pelucas de la ciudad? ¿Es posible reconocer tu propio pelo trabucado en simples extensiones y puesto a la venta, sin ninguna piedad, en cualquier vitrina? ¿Hasta dónde puede llegar la terquedad capilar femenina? ¿Qué es capaz de hacer una mujer por su cabello? Esta semana, sin embargo, el director de la Policía de Maracaibo ha afirmado que “hasta los momentos no se registran denuncias y, por esa razón, no se ha iniciado un operativo en contra de las pirañas”. Para Alejandro Querales, por ahora, el caso no es más que “un rumor”.
También Jairo Ramírez, secretario de Seguridad y de Orden Público en esa ciudad, exhortó a las víctimas a realizar “denuncias formales” para que las autoridades puedan actuar. Todo esto, sin duda, sigue siendo literario. Porque entonces casi tenemos unos funcionarios londinenses a orillas del lago. Rigurosos, exigiendo la puntualidad de los formularios y de los procedimientos. Casi puedo imaginarlos vestidos de sobretodo y sombrero de copa, empuñando una lupa, apareciendo sorpresivamente en el centro de Maracaibo, tratando de atrapar de manera in fraganti a una enigmática banda de robapelos.
La sentencia del rumor es, sin duda, la frase que anuda el relato. Es la idea de que todo lo que ocurre puede ser tan solo un simple cotilleo. Que nuestro propio ruido siempre es la verdadera confusión que impide que nos veamos. La realidad no existe: solo existe su rumor. Ese es un grito de identidad. La anatomía discursiva en la que llevamos 14 años. No importa que el Presidente haya hablado del caso, que haya incluso asegurado que tiene ya 4 denuncias de sucesos de ese tipo en Caracas.
Tampoco importa que el Presidente haya pedido que se realice una investigación a fondo.
Todo eso forma parte del mismo murmullo. Lo que dijo el Presidente también es un rumor.
Se trata de una estrategia narrativa que se usa a conveniencia. Otro ejemplo: Maduro dice: “Yo he retado a la oposición a un debate público sobre este tema y están oyendo el reto. Los reto a hacer un debate público sobre todas estas denuncias, una por una, si quieren las hacemos en cadena nacional para que este país sepa la verdad”, y unos días después él mismo se transforma en un rumor. Ya no hay reto.
Diosdado Cabello va más allá.
Asegura que “nadie ha invitado a los dirigentes de la mafia amarilla a debatir” y, de manera fulminante, entonces, convierte a Maduro en un cuchicheo.
La retórica del poder es, al mismo tiempo, una verdad intraficable o un runrún incierto.
A cada rato, transforman sus propias declaraciones en una ficción. El debate es un rumor, Carreño nunca dijo lo que dijo en la Asamblea y, a menos que Norberto las escriba, jamás habrá pirañas en la ciudad de Maracaibo.