La primera vez que el autor de estas líneas vio a Giulio Federico Pagallo, en 1979, nunca se imaginó que, apenas unos
pocos meses después, aquel prominente y francamente extraordinario profesor de la Escuela de Filosofía de la UCV se convertiría nada menos que en su mentor y protector, en su maestro de vida y, por encima de todo, en su auténtico padre intelectual. Un gran pensador ha muerto, pero su pensamiento se ha hecho carne y sangre de la inteligencia de un país comprometido a cambiar, para ser mejor.
“Viejo medievalista y joven hegeliano”: así se definía aquél filósofo de Padua y filólogo de Warburg, discípulo de la Escuela de Benedetto Croce, quien llegó a Venezuela en 1962 para hacerla suya, como muchos otros inmigrantes europeos que llenaron de esplendor y pujanza la vida académica venezolana y, especialmente, caraqueña, una ciudad que, por aquellos años, se iba convirtiendo en una referencia de progreso urbano, de prosperidad financiera y convergencia civil. La democracia apenas comenzaba a consolidarse, a dar sus primeros frutos. Y, justamente por ello, el pensamiento, libre y diverso, denso y riguroso, iba floreciendo a un ritmo acelerado, de la mano de Juan David García Bacca, Eugenio Imáz, Ernesto Mayz Vallenilla, Alberto Rosales, Antonio Pasquali, Federico Riu, Juan Nuño, entre otros. Democracia y pensamiento, en efecto, se iban abriendo paso cual frescor matutino, para sorpresa de los anacrónicos modelos decimonónicos, militaristas y escolasticistas que, por entonces, inevitablemente, llegaban a su ocaso.
En 1980, un joven lector de Gramsci y de Lukács, quien tuvo la fortuna de leer El Capital de Marx bajo el cuidado de su otro mentor y protector de siempre, J. R. Núñez Tenorio, sintió cada vez más la necesidad de conocer de cerca a ese gran pensador alemán que tanto Marx, como Gramsci y Lukács, tuvieron como referencia constante, continua. Y fue justamente el propio Núñez Tenorio –una de las personas más generosas y nobles que quien escribe haya conocido-– quien le recomendara a aquel joven estudiante inscribir el curso de Hegel Autor con Pagallo, para sorpresa de unos cuantos mediocres e intrigantes. Antagonistas y rivales durante los años sesenta, en los ochenta los dos filósofos compartieron diálogo y cordialidad en la mesa del joven aprendiz. El propósito de Núñez era que su discípulo se transformara en un marxista conocedor de Hegel. El de Pagallo, en cambio, que se alejara de Marx y asumiera una cada vez más meticulosa y especializadamente la lectura de Hegel. La verdad es que, para quien asume la concepción historicista, no es posible ni lo uno ni lo otro, sino “todo lo contrario”. Y de eso pueden dar cuenta, especialmente, los grandes exponentes de la Escuela de Frankfurt: Horkheimer, Adorno y Marcuse.
Esa fue la Escuela de Filosofía que, desde los tempranos años sesenta hasta finales de los ochenta, transformó el estudio de la filosofía en Venezuela en una referencia a nivel mundial. Althusser, Tessitore, Roig, Gadamer y muchos otros pensadores pudieran atestiguar esta afirmación. En ella, en esa Escuela de Filosofía, el “Aristóteles vestido por Gucci” –como algunos le decían, sotto voce, en la Facultad– siempre dio lo mejor de sí, ejecutando, día a día, auténticas sinfonías ontológicas. Profundo estudioso de los presocráticos, de Platón y Aristóteles, del tardío medievalismo y del Renacimiento, de Spinoza y Kant, abrazó, para siempre, la autoconsciencia y el sistema de todas y cada una de esas determinaciones del quehacer filosófico: la filosofía de Hegel. Pero no de cualquier Hegel, sino de un Hegel que en nada se parece al de los manuales y las enciclopedias. No es el Hegel de la vulgata sino el Hegel que invita o, más bien, que reta a pensar.
Es el Hegel del recuerdo, no el de la memoria. Quizá por eso es que, cuando el Maestro iniciaba su lectio, el curso entraba en una suerte de mágico éxtasis. Todos se sumergían en el río de Heráclito. Su profundidad conceptual era el resultado de su impecable formación teorética y de su pasión por la razón histórica, lo que combinaba con la gravedad de su tono de voz y su poderosa capacidad histriónica. Con Pagallo no solo aprendimos a comprender a Hegel sino, más aún, aprendimos a pensar en serio, en sentido enfático.
Su filosofía, su historicismo filosófico, no parte, pues, de dogmas hegelianos y ni siquiera de “coqueteos” con Hegel. No hay en él un dogma, una “ley suprema”, un “principio” o un “fundamento” estático ni, mucho menos, un “acto de fe”. Tampoco se trata de una simple imitación del gran pensador alemán. Se trata, más bien, de pensar con plena libertad, es decir, en sentido crítico e histórico, encontrando estrechas relaciones ahí donde la reflexión “positiva”, mecanicista, del entendimiento abstracto no es capaz de introducirse. En este sentido, el pensamiento cultivado por el Maestro Pagallo deviene triunfo de la inteligencia sobre el miedo y la rigidez. Es un pensamiento en el que el lector atrevido y desprejuiciado logra apreciar el fluir mismo del devenir, del “seguir pensando” für ewig, del movimiento de lo negativo, es decir, de la mediación necesaria del concepto que expresa fiel y cabalmente el ser en su objetividad.
Nada en él fue árido, muerto o convencional. De hecho, fue capaz, como pocos entre nuestros pensadores, de transmutar la piedra en imagen fidedigna. Y fue justamente esa la labor que, día tras día, propició entre sus discípulos de siempre: no evadir las oposiciones que la lógica del entendimiento no es capaz de comprender. Más allá de la aridez del positivismo lógico y de las impotentes lamentaciones de la metafísica del “ser para la muerte”, el Maestro Pagallo celebraba, con contagioso optimismo, la fuerza del “seguir pensando”, tanto como la “paciencia del concepto”. Por encima de la ausencia de imaginación productiva, característica de la intelectualidad oficializada, totalitaria, y de las formas abstractas de una cultura para el desgarramiento, escindida en sí misma de la vida, “el viejo” educó a sus “tres mosqueteros” –como solía llamarnos, incluyendo a d’Artagnan– para que fuésemos capaces de transmitir la necesidad de superar las depravaciones propias de la corrupción material y espiritual, moral e intelectual, y, en consecuencia, la desintegración de la eticidad.
Con él aprendimos a ser auténticamente demócratas, tolerantes, amantes de la libertad y de la diferencia, porque esas son las determinaciones constitutivas del pensamiento dialéctico, crítico e histórico. Su muerte, sin duda, nos entristece. Hemos perdido el privilegio de poder conversar con un educador a dedicación exclusiva. Pero, a la vez, su muerte representa un compromiso: el de la lucha por la renovación continua, por el cambio de paradigmas y la superación del pasado. El de la lucha por la auténtica democracia, la confrontación de los dogmas, el fanatismo y la autocracia. Su enseñanza perdurará, siempre que seamos capaces de hacer respetar “el sagrado derecho de decir que no”.
@jrherreraucv
Exceleente, como me gusta y deleita leerlo, es ese contacto con la inteligencia viva. Gracias.