Por: Fernando Rodríguez
Que hubiese tanta basura en las entrañas de nuestro país, como esa que ha salido a la luz de los días y los años en esta ya larga marcha que llaman chavismo, es una lección de vida que el país no olvidará. ¿Cúanto nos va a pesar, mañana o pasado mañana, la memoria de tanta inmundicia que nos ha rodeado tanto tiempo, que unos produjeron y otros hemos sido incapaces de impedir?, es una buena pregunta. Los prósperos y demócratas alemanes de hoy no sacarán de su inconsciente que sus abuelos mataban por millones a seres humanos indefensos por pertenecer a una raza o que devastaron Europa siguiendo a un psicópata. Habermas escribió una vez que a Alemania no le era posible integrar su impensable pasado reciente a sus perspectivas presentes, que debía mirar sólo hacia el futuro, castrada de aquel irredimible infierno. Para que se me entienda en otras intensidades límites, que no son las nuestras. Claro que es de esperar que también asomará en la memoria del venezolanito del futuro el recuerdo del gesto bravío, las conciencias insomnes, el sufrimiento soportado, la capacidad de renacer.
Chávez diciendo disparates durante diez horas, las focas riendo y aplaudiendo sin recato, y tanto televisor encendido de devotos es emblema suficiente del país disfuncional que hemos vivido, y por supuesto cada quien puede multiplicar sin esfuerzo los espectáculos abominables, risibles y trágicos, de estos años infelices. Pero, como en toda enfermedad histórica, nada iguala estos últimos tiempos de descomposición terminal del nefasto proceso. Si el final no llega pronto no solo arriesgamos la destrucción de la nación sino el llegar a extremos inauditos de aniquilación de la lógica, de capacidad de mentir, de prostituir leyes, de exhibir ignorancias, de aplastamiento de la decencia y el decoro, de surrealismo involuntario…
A la muerte del dueño y señor del circo, que al menos le había dado una cierta forma consistente a su mediático espectáculo, algunas habilidades tenía, sus herederos a quienes les tocó la bajadita de su siembra y privados de todo talento, les ha tocado la hora del torvo anochecer, del repudio y las pitas del público, de la siembra cotidiana del dolor, el del hambre y la muerte prescindible, de la soledad internacional y de la caída de los cómplices, del rechazo hasta de los suyos…Todo lo cual ha sumado a su condición de siempre altas dosis de frustración, desasosiego y miedo. Miedo de no pocos, muy concreto, al futuro de sus inmensas culpas y delitos, aquí y allá afuera, en el ancho y temible mundo. Ese miedo hay que entenderlo porque quizás sea el escollo mayor para salir con los costos políticos más razonables del callejón al que hemos llegado. Cabello, el adalid de todas las listas negras, hasta su vida ofrece a cada rato para impedir se cumpla lo que parece inevitable, si no hoy, mañana, pronto.
Lo que hizo la Asamblea enloquecida después de los resultados del 6-D no es espectáculo común ni siquiera en las dictaduras bananeras que lo hacen con la coherencia de la violencia sin tapujos ni máscaras: nombrar, cobijados en la Constitución, violándola en ese mismo acto, a un batallón de sicarios para que negaran en el TSJ toda decisión de los representantes del pueblo soberano, es un ejemplo egregio. Y es que hasta el canal de la Asamblea se lo robaron para que el pueblo no viera y oyera a sus elegidos. ¡Y con qué furia fanática han cumplido su misión los encomendados de la siniestra tarea! Y la suspensión, sin asomo de razón, llevándose en los cachos el sumiso CNE, de los diputados de Amazonas que hacían la mayoría opositora calificada.
Capítulo aparte, para no seguir con destrucción de instituciones y leyes, y para no reiterar con el despojo del referéndum o los derechos humanos, valdría guardar memoria de la capacidad argumental de los líderes revolucionarios, como Jaua, que dice que el revocatorio es sólo para gobiernos oligárquicos. O los actos de simple malandrismo como atacar con colectivos, por orden asumida públicamente del gobernador chavista, al presidente de la Asamblea porque no tiene derecho de ir a la por él privatizada ciudad de Maracay.
El fin de la pesadilla puede ser su peor episodio.