Publicado en Caraota Digital
Cada día es más rocambolesco que el otro. Cada noticia supera a la anterior. Vivimos en sobredosis de acontecimientos. El guionista de la realidad nacional no para. Y su imaginación posee el hambre de superarse a sí misma. Pero como estamos en una extraña guerra, ya sospechamos hasta de las intenciones que trae el amanecer. Sale el sol, le coloca un azul incalculable al cielo, amarra el verde del Ávila y lo primero que tendemos a pensar es que quizás es una estrategia del G2 cubano para que creamos que es un día normal, bajemos la guardia y hablemos de lo hermosa y definitiva que es Caracas. Otro “pote de humo” para disimular el infierno que realmente somos. Así pasó cuando la fiscal general Luisa Ortega Díaz denunció en voz alta la ruptura del orden constitucional. Casi nadie le creyó. Las apuestas mayores aseguraban que era un plan arteramente diseñado en las catacumbas del cerebro cubano que, según consenso general, maneja los vaivenes de la realidad nacional. Hoy, a tantos días de su primer desmarque significativo, y luego de una felpa incesante por parte de sus antiguos compañeros de insignia, ya nadie duda de sus verdaderas intenciones. Hoy hasta le prohíben la salida del país y congelan sus cuentas bancarias, hoy le preparan un bilioso antejuicio de mérito. Pasó con las primeras declaraciones de Miguel Rodríguez Torres, militar de turbia fama, que hoy también salta del barco donde Nicolás Maduro se esmera en golpearse contra todos los icebergs posibles. Pero no, efectivamente, Rodríguez Torres no es otra emboscada del G2 cubano. Hoy anda jugando su propio ajedrez, intentando capitalizar para su provecho político tanto descontento y confusión, escupiendo contra Iris Varela y Tareck El Aissami detalles impensables tres años atrás. Y entonces le gritan traidor en cadena nacional, le dictan orden de captura, lo condenan al patíbulo de la furia “chavista”.
En cada episodio se husmea un gato oculto, una tramoya, una zancadilla para hacernos caer de bruces sobre nuestra propia inocencia. Así de crónica es nuestra desconfianza. Hoy pasa igual con Óscar Pérez, el funcionario del CICPC que decidió sobrevolar el cielo caraqueño con un helicóptero robado a sus superiores para manifestar, a su manera, su deseo de rebelión. Se nos fue la vida ese día hablando, unos del “burdo montaje del régimen”, y otras de la apostura cinematográfica del Rambo tropical. La gran mayoría decidió sentenciar el episodio como una nueva jugarreta del G2 cubano, pero aún así, seguía siendo el tema protagónico a pesar de que en paralelo un gorila uniformado carajeaba nada menos que al presidente de la Asamblea Nacional. Y entonces el debate público, saltando de piedra en piedra, fue que el plan consistía en provocar a Julio Borges, atizar una respuesta hostil de su parte para luego criminalizar a la oposición “apátrida y golpista” por violenta. Pero ese debate fue superado por ese otro donde muchos condenaron la respuesta de Borges por “blandengue” y hasta las más mujeres clamaban por un puñetazo oportuno entre barbilla y pómulo al tal coronel Lugo, quien se esmeró en demostrarnos que es la deshonra en uniforme.
De repente, Santos Luzardo y Doña Bárbara volvieron a adquirir actualidad. Pero seamos sinceros, en rigor, nunca la han perdido, porque la historia de nuestra república ha sido la de un inveterado duelo entre la barbarie y la civilización. Durante tantos años de vida republicana, uno aún se siente cabalgando entre “El Miedo” y “Altamira”.
Hoy los bárbaros son los amos del poder, pero la sociedad venezolana -en un arresto de civilidad asombroso- no ha abandonado las calles, ni el coraje, ni el deseo crucial de recuperar al país. No sé cuántos episodios de dolor y crudeza aun nos toca soportar. No sé cuánto absurdo queda en la tinta del grotesco guionista que hoy escribe tantas torturas, tanta represión, tanta vileza y desatino. No sé si el G2 cubano tiene un contrato infinito con la revolución y somos los conejillos de indias de sus más peculiares estrategias. No sé cuánto de lo que pasa es una maniobra para hundirnos más o un desorden de episodios aislados que procuran el mismo fin, con más o menos desacierto. Solo sé que cuando terminemos de conquistar la democracia, y la dictadura abandone las mullidas poltronas del poder, estos días nunca serán olvidados. Esta inmensidad de días, esta eternidad de meses, estos larguísimos años, estarán mezclados con nuestra sangre y memoria, con nuestro pundonor y dignidad, y miraremos hacia atrás, donde quedará relegada entre escombros y moscas la pesadilla, y diremos que lo logramos, que a pesar de tanto, fuimos el definitivo triunfo de la civilización sobre la barbarie. Y la trágica guaricha que ha marcado nuestro sino como nación será solo eso, una novela fundamental, y no el arquetipo que nos define en nuestro anatema ancestral.
Habrá que decir de una vez por todas: Adiós, Doña Bárbara. Bienvenido, Santos Luzardo, santo y seña de la civilización.