Por: Sergio Dahbar
La semana que se acaba Orson Welles hubiera cumplido cien años. El 6 de mayo para ser más exactos. Murió treinta años atrás (1985), pero su figura crece con el tiempo, quizás no en popularidad, pero sí en el ámbito del arte cinematográfico.
Hizo estallar el cine en mil pedazos en 1941, cuando apenas cumplía 25 años, no había pisado jamás un set de filmación y se atrevió a hacer una película (El ciudadano) que revolucionó el arte que lo contenía.
Hay datos en la biografía de Welles que sorprenden porque se parecen demasiado a los de un personaje de película. Nació en 1915, hijo de un inventor y una pianista culta. Fue prodigio como tantos talentos musicales de la historia.
Podía ser actor, dibujante y narrador casual desde que empezó a hablar. Una curiosidad innata lo llevaba a responderse preguntas sofisticadas, pero además era arrogante y el exhibicionismo era una característica que sorprendía y que sus familiares supieron fomentar.
Como tantos niños prodigios, no había aprendido a sumar y restar, pero a los ocho años escribió un primer ensayo sobre la Historia Universal del Drama. Quienes lo conocían, incentivaban sus conversaciones de salón, la lectura de sus primeros escritos y su talento para la magia.
Del río caudaloso de su biografía quiero escoger un dato que siempre me ha llamado la atención. Por diferentes vías de conocimiento, el magnate de la prensa William Randolph Hearst sabía en 1940 que Orson Welles y el estudio RKO filmaban una película sobre un propietario de diarios sensacionalistas, y que ese empresario se le parecía.
Por su manía de grandeza, por su inconmensurable poder, y por intentar convertir a su amante en una artista célebre. Hearst había financiado por años la carrera cinematográfica de Marion Davis, para quien creó el sello Cosmopolitan. En El ciudadano, Kane financia la carrera de su amante y luego esposa, Susan. Demasiadas coincidencias apuntaban hacia un sólo potentado.
Se ha documentado ampliamente cómo la cadena de periódicos de Hearst silenció a Welles, al guionista Mankiewicz, y a la empresa productora RKO. El Radio City Music Hall anunció el estreno para el 14 de febrero de 1941, para luego cancelar ese compromiso sin explicación.
Los circuitos comerciales se negaron a exhibirla. Y el productor Louis B. Mayer intentó comprar los negativos por 842 mil dólares. Lo que había que sopesar seriamente, porque el film había costado 686.033 dólares.
La oferta, para suerte de aquellos que hacen listas de las mejores películas de todos los tiempos, fue rechazada por el protector de Welles, George Schaefer. Este fue el hombre que arriesgo su pellejo y su cargo para en 1941 la película no fuera vendida ni quemada, sino exhibida.
William Randolph Hearst y Orson Welles se encontraron una sola vez en un ascensor del Fairmont Hotel de San Francisco, la misma noche en que El ciudadano se estrenaba en esa ciudad. Hearst y el padre de Welles eran amigos, así que el director de cine se le presentó. Y le preguntó si no quería asistir al estreno de su primera película. Era una osadía, pero podía esperarse perfectamente de la irreverencia de Welles.
El magnate no respondió. Entonces Welles dijo: “Charles Foster Kane habría aceptado…”. Tampoco se escuchó respuesta dentro del ascensor. Pero era verdad. Porque Kane era Kane, el mismo que terminó la crónica de Jed Leland contra una mala cantante de ópera, aunque eso significara la ruptura de una amistad de vida. Algo para lo que Hearst no tenía agallas. Con dinero y poder resulta fácil censurar y acosar, pero muy difícil mirar a la gente de frente.