Todos tenemos un conocido que fue chavista, un primo lejano -o bastante cercano-, una querencia olvidada; un familiar que se entusiasmó con el mensaje redentor del Comandante Galáctico y le celebró ocurrencias y retruécanos en contra del “sistema”; algunos que en carnavales disfrazaron a sus vástagos de “chavecitos”, o, simplemente, fueron cautivados por la fábula del soldado bueno que surgió de abajo para liberarnos de nuestra miseria.
El hombre hizo su labor, y embrujó al país. Con un poco de serenidad…se comprende. (Otro guaguancó entonaron las élites que lo mimaron, lo encumbraron y lo echaron a andar, para su propio mal, y el de Venezuela. Pero esa es harina de otro costal, y ya ha sido contundentemente relatado).
El proyecto del socialismo del siglo XXI culminó siendo el retoño tardío del comunismo del siglo XX: fracaso y desolación propiciados por una nomenclatura ensimismada en el afán de perpetuase en el poder. Ese es su signo y el legado que dejarán al aire libre. En el camino, desguazaron un país que -como tantos- prometía un presente mejor. Eso que fuimos -malo y mejor- hay que rescatarlo de los escombros que nos quieren dejar.
Si algo habría que evitar, es que nos dobleguen moralmente hasta asumir, como válidos, sus precipicios espirituales. La dialéctica del amo y el esclavo está repleta de dependencias terribles, según nos contó Hegel. La fortaleza de la democracia, de la civilidad frente a la barbarie, reside en no parecerse a ella. Es persistir en la disposición democrática -y su difícil ejercicio- así haya que comerse todas las flores del mundo. Mascar cardos crudos, a toda hora, es dañino para la salud mental según la Organización Mundial de la Salud (OMS).
En medio de la tragedia que se vive, de los jóvenes que caen a diario, resulta cuesta arriba pedir una disposición -emocional o racional- desprovista de rabia, indignación, o su producto último: el rencor de quienes sufren a diario en el país. Sin embargo, la instauración del “otro” como enemigo a muerte en una sociedad, o – más exuberante- en el ámbito de lo que llaman Patria, puede ser el detonador de un conflicto de repercusiones insospechadas.
Quienes juegan a encrespar los ánimos -a diario lo hacen los máximos voceros del oficialismo- animan un encono entre gente mayoritariamente dispuesta a convivir y prosperar en medio de sus discrepancias. A fin de poder convivir en paz, la humanidad sudó el método democrático para tramitar las diferencias. Hay quienes hoy lo quieren exiliar de Venezuela.
Precisamente, por eso, quienes dirigen la lucha democrática en el país, están obligados a desalentar la reproducción en las filas de la oposición de las formas, maneras, y modos (todos sinónimos) de la violencia oficialista. (Por cierto, no hay un bullying bueno, y un bullying malo). La gran fortaleza de las manifestaciones recientes ha sido su carácter pacífico y multitudinario; su condición ciudadana, que es lo que más teme el régimen.
Recientemente, el primer mandatario desató un vendaval de ira en contra del periodista César Miguel Rondón acusándolo de alentar los hostigamientos que, precisamente, César Miguel, había rechazado con firmeza. A por él, gritó el Presidente. El Estado omnipotente en contra de un individuo.
La degradación violenta de la vida social, la desaparición de la política como método para tramitar diferencias, las hordas armadas para hostigar a los opositores, el insulto cotidiano, la amenaza permanente en contra de quien se oponga a sus designios, son las señas de identidad históricas de los regímenes totalitarios de toda laya. A por el otro ha sido su grito de guerra.
A por ellos, no debe ser la respuesta de los demócratas. Así es de complicado.
@jeanmaninat