Cierra el año de 2016 con cuentas pendientes. Son muchas. Han
causado dolor y desazón a nuestro pueblo.
Los beneficios a cuentagotas que otorga la dictadura venezolana – la dosificación de alimentos y medicinas o la liberación de presos políticos – como partes de un gran paquete que ésta acrece, administra y negocia bajo su arbitrio criminal, no modifican la ominosa realidad. Pienso hoy en los más débiles, como en los encarcelados sin esperanza: verdaderos peligros para quienes han secuestrado a la nación y repartido como herencia venal.
Prefiero ver las cuentas, en esta hora, como desafíos. No son fracasos sino oportunidades. Ellas probarán la reciedumbre ética de nuestro liderazgo, y se resumen en la libertad, que no es palabra hueca o consigna para el uso de narcisos o acaso una prédica que disimule transacciones de mala ley.
El inventario es necesario, para fijar medidas, medir posibilidades, calcular los esfuerzos.
En lo institucional, salvo para quienes no tienen interés en admitirlo, es claro el propósito de la dictadura. La revolución no tiene marcha atrás y es armada.
Que la oposición obtenga victorias locales y regionales en nada le preocupa. Sabe que el poder, histórica y constitucionalmente, es centralizado: presidencial, económico, y militar. Lo que explica la crisis que le provoca la emergencia de una Asamblea Nacional opositora, y su urgencia para desmantelarla con un diálogo de útiles y de utilería.
Mientras las cabezas de ésta afanosamente reivindican el principio de la alternabilidad democrática y hasta encuentran eco en una OEA que luego traicionan, el régimen se afirma en su ortodoxia, de neta factura cubana. Repite lo que predica desde sus inicios, en colusión con la Justicia: la Constitución sirve a la revolución y se interpreta según lo demanden las exigencias revolucionarias.
La constitucionalista cubana Martha Prieto Valdés, no por azar afirma que la visión occidental de la democracia y el Estado de Derecho es inconciliable – no transable – con la socialista, que se niega a la alternabilidad en el ejercicio del poder y la separación de los poderes públicos.
En lo económico no hay nada que agregar. La penuria rasga sobre la humanidad de nuestra gente. La confiscación de la economía privada – objetivo trazado en 2004 con La Nueva Etapa – ha dado sus resultados, a saber, la esclavitud del pueblo por la boca y por el estómago. La inflación promedio de 2017 será de casi 500% y la contracción del PIB de un 10%.
A la revolución sólo le importa sostenerse en pie.
Como se lo enseñan los cubanos, las relaciones financieras y crediticias con el extranjero son prioridad. Satisfacer las necesidades endógenas relaja el dominio, y pagar las deudas apacigua las fuerzas que amenazan.
En lo social y político, la “explosión del desorden” se ha profundizado.
La gente abandona, desde el lejano 1989, la cárcel del Estado y a los partidos, en búsqueda de otro norte que mejor satisfaga sus orfandades. La adhesión a la ciudadanía como base de la identidad pierde sentido, desde entonces. El alineamiento incondicional con aquél y con éstos se hace nulo, y los partidos mutan en franquicias electorales.
El rompecabezas venezolano está latente como nunca antes. Se ensambla o separa al ritmo del mismo ritmo de la bonanza y el asistencialismo petrolero. Si llega, baja la protesta y simula unidad alrededor del gendarme. Si falla, crecen las protestas y gana la oposición en abstracto, como Unidad ficticia, cercada por el poder real de la dictadura.
La “explosión del desorden” es propia tanto del debilitamiento de los espacios públicos, a raíz de la globalización de la virtualidad, como de la inflación y fragmentación de los derechos humanos para beneficio de los nichos o cavernas sociales particulares emergentes. Hace fenecer la regla moral democrática – “todos los derechos, para todas las personas” – y a la seguridad en el Estado de Derecho. La selva legislativa revolucionaria es, por ende, caldo de cultivo para la discrecionalidad arbitraria de jueces y gobernantes en Venezuela.
Y en lo criminal, que seamos el país más violento del planeta – 91,8 homicidios por cada 100 mil habitantes – y prisionero, desde el esqueleto sin carnes del Estado, de las mafias del narcotráfico y terroristas a su cabeza, ha impuesto la regla del chantaje social y político, y en sus víctimas la ley de la supervivencia: Libre yo, presa Venezuela.
¿Cuál es el desafío para el 2017?
Primero, abandonar el campo de las ficciones y el diálogo de sordos entre élites narcisistas. Segundo, siendo el país un rompecabezas, comprenderlo desde sus partes, no desde el Estado y sus órganos formales vacuos, neutralizados recíprocamente y en sus imaginarios existenciales. Tercero, encontrar un hilo de Ariadna que ate y anime a las partes, que las mueva de conjunto fuera de las madrigueras del crimen y las anime a “constituir” en una nueva tierra, bajo valores esenciales mínimos, compartidos en la diversidad, que le den sentido a la libertad y otra vez a lo venezolano.
Cada Año Nuevo nace de un sueño, que es esperanza. Es anclaje para acometer, dentro de las limitaciones humanas, sin olvidar que somos perfectibles.
¡Feliz Año, a la Venezuela sufriente!
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