El 31 de marzo amanece frío y lluvioso en la ciudad de Washington. Llegamos pasada la medianoche para asistir a una nueva edición de Plan País. Se trata de un foro muy interesante, denso y altamente comprometido, organizado por estudiantes venezolanos de pre y postgrado de las universidades más prestigiosas de los Estados Unidos. Esta es mi segunda oportunidad, la primera fue hace ya varios años en la Universidad de Columbia, en Nueva York, donde me tocó compartir con los entonces poco conocidos jóvenes Juan Requesens y Alfredo Graffe, fajados en aquel tiempo en las luchas estudiantiles. La experiencia fue extraordinaria, superlativa y muy estimulante. Tanto que nos atormenta y angustia la diáspora, especialmente la de los jóvenes, pero éstos –los que han llegado a los más altos niveles en su formación en las más exigentes y prestigiosas universidades-, a pesar de la distancia física del país, lo llevan vivamente incrustado en sus cerebros y corazones. Lo discuten, lo analizan, lo estudian. No lo abandonan. Lo llevan en sus angustias cotidianas, porque a él le pertenecen y, de una u otra manera, a él siempre habrán de regresar.
Así pues que en esta húmeda mañana en el extranjero, mientras preparo las notas para mi intervención en Plan País, tengo ante mis ojos la pantalla de la computadora abarrotada de portales y redes sociales, allí se refleja todo el zafarrancho de lo que ocurre en Venezuela. Para los más influyentes medios internacionales, ya no cabe la más mínima duda del Golpe de Estado atestado por el régimen dictatorial de Nicolás Maduro a lo poco que quedaba de democracia en Venezuela. Autogolpe o Madurazo, como lo quieran llamar, el dictador y sus secuaces le han disparado cobardemente al corazón del pueblo venezolano. El ABC de Madrid hoy ilustra su primera página con un primer plano de un sudoroso Maduro, la mirada perdida, el gesto descompuesto. De cuándo es la foto, no lo sé. Pero si se la tomaran hoy seguro sería mucho peor: la de un hombre ruin, desesperado y fuera de sus cabales, dispuesto a arrasar con todo con tal de permanecer en el poder. ¿Mas qué es el poder en esta hora tan dura, menguada y triste? ¿Poder de qué y para qué? Y, sobre todo, ¿por cuánto tiempo? Inventarse una abrupta Corea del Norte en el Caribe es imposible; hace ya mucho que los Castro dejaron de fantasear semejantes despropósitos. ¿Entonces a qué le apuesta el individuo? Y de los que le rodean, ¿cuántos estarán dispuestos a lanzarse con él al precipicio?
En este sentido, es escandaloso y ensordecedor el campanazo que recién ha dado la señora Luisa Ortega Díaz, por fin Fiscal General de la República: con las sentencias 155 y 156 del Tribunal Supremo de la República se ha roto el hilo constitucional. Se ha dado un golpe de estado. ¿Quedará sola la señora Díaz en su posición? ¿Quiénes más del régimen se atreverán a dar un paso adelante? Y, más importante aún, ¿quiénes estarán dispuestos al sacrificio final, quiénes serán los acompañantes en la última hora? Estos -la historia abunda en ejemplos sangrientos y dramáticos- serán los más brutos y desesperados, los más salvajes, las hienas sobre la carroña, y quizá de ellos son estas dentelladas que ya empezamos a sufrir.
Al reloj se le achican las horas. Que la última no nos encuentre desunidos. La historia no perdona.