Yo soy Nigeria – César Rodríguez Garavito

Artículo publicado en elespectador.com

Por: César Rodríguez Garavito

El silencio ante la masacre de cientos de personas en Nigeria es tandescarga elocuente como la cacofonía global ante el bárbaro asesinato de 17 en París. El contraste es tanto más revelador cuanto más parecidos son los atentados.

Los dos fueron obra de facciones minoritarias y extremistas islámicas. Ambos inauguraron 2015: Al Qaeda atacó a Charlie Hebdo cinco días después de que Boko Haram redujera a polvo la ciudad de Baga, en el nororiente nigeriano, matando a niños y viejos “como si fueran insectos”, según lo contó un sobreviviente.

El mundo dijo con una sola voz “Yo soy Charlie”, pero nadie parece ser Baga. Una lluvia de lápices cae desde París hasta Bogotá para defender el valor esencial de la libertad de expresión, mientras en Nigeria llueven las granadas de Boko Haram.

Más allá de un llamado a la solidaridad con Nigeria, me interesa indagar las raíces de una economía tan inicua de la visibilidad y la fraternidad. Ethan Zuckerman, del Laboratorio de Medios del MIT, da en la clave en un libro reciente (Rewire). ¿Qué países aparecen más en los medios? No los más populosos, ni los que pasan por las emergencias más graves, sino los más ricos. A mayor PIB, mayor atención mediática. Vamos entendiendo por qué Francia y no Nigeria.

Los otros factores que resalta Zuckerman ahondan la desigualdad. Prestamos atención a las noticias que entendemos mejor; como la historia la escriben los vencedores, sabemos de Napoleón y de París, pero no de Nigeria y sus 174 millones de habitantes. Lo noticioso es lo sorprendente: el asesinato salvaje de una docena de periodistas en la apacible capital francesa, antes que miles de muertos más en la lista de atrocidades en África. Preferimos historias con rostros precisos: una muerte es una tragedia, mil son una estadística. Nos inclinamos por narrativas nítidas, que dejen claro quiénes son los malos (los extremistas de Oriente) y quiénes los buenos (los ciudadanos y gobiernos de Occidente).

Hurgando un poco más, el desbalance tiene motivos adicionales, más difíciles de digerir. Uno es el color de la piel de las víctimas. Hablando sobre las muertes impunes de jóvenes negros a manos de la policía en EE.UU., la filósofa Judith Butler recordó que “desde la esclavitud, las vidas negras valían sólo una fracción de las blancas”. Por eso las pancartas que se ven en las protestas en ese país rezan “Las vidas negras también valen”.

Además, visibilizar las muertes africanas desdibujaría la narrativa de buenos y malos de la “guerra contra el terrorismo”. Podría rememorar las recientes intervenciones militares de Francia en la región y las víctimas de su pasado colonial. Mostraría que más del 90% de las víctimas del extremismo islámico son otros musulmanes, y que estos también sufren otros fundamentalismos (como el hindú en India, o el budista en Burma).

Nada de esto resta un ápice de importancia al rechazo a la violencia y a los atentados contra la libertad de expresión, vengan de donde vengan. Por eso mismo habría que romper este silencio intolerable.

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