Publicado en: The New York Times
Por: Ibsen Martínez
Ayudar a superar la crisis humanitaria para salvar a los venezolanos de una hambruna es empresa que necesariamente exige un acuerdo político entre el gobierno y la oposición.
Dos extremos de abundancia proclaman la Venezuela de hoy día: sus inmensas reservas petroleras, las más grandes del planeta, y la descomunal, inhumana pobreza de millones de sus ciudadanos.
La era inaugurada hace 21 años por Hugo Chávez coincidió con el más prolongado boom de precios del crudo en toda la historia de la “civilización” petrolera. Todo lo que ya es malo en un petro-Estado se tornó muchísimo peor con el autoritarismo de un mesiánico caudillo militar populista lleno de ideas zombis.
La corrupción y la ineptitud del régimen chavista, profundizados por el sucesor de Chávez, Nicolás Maduro, sumado todo a las drásticas sanciones económicas impuestas por el saliente gobierno Trump en 2019, han destruido el 44 por ciento del producto interno bruto venezolano. Pese a las sanciones, Maduro sigue allí mientras, día a día, la economía colapsa agravando indeciblemente la crisis humanitaria del país.
Una serie de medidas financieras que prohíben comprar deuda de Petróleos de Venezuela (PDVSA), la petrolera estatal, precedió al embargo sobre todas las exportaciones de petróleo. Integran la política de “presión máxima” en apoyo del líder opositor Juan Guaidó en su fallido intento de desalojar a Maduro del poder.
Las sanciones han llevado las cifras de exportación a los niveles de 1940: alrededor de 430.000 barriles diarios; apenas el 11 por ciento de la capacidad de producción de PDVSA en 1998, cuando Hugo Chávez fue electo presidente.
Sin embargo, contra las expectativas de Washington y de Guaidó, Maduro ha resistido las sanciones con la resuelta ayuda de Irán, país experimentado en sortearlas desde hace muchos años, al igual que Cuba y Rusia, también aliados de Maduro.
¿No ha llegado el momento de pensar en algo distinto a la “presión máxima”, la “responsabilidad de proteger”, el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca y el despliegue del Comando Sur de la fuerza naval estadounidense? Es hora ya de promover, sin más, un programa del tipo “petróleo-por-alimentos y medicinas” con supervisión internacional. ¿No fue acaso la tragedia humanitaria el motivo primordial de la irrupción de Guaidó en la escena política?
Según estudios, el despilfarro, la ineptitud y la colosal corrupción del chavismo volatilizaron entre 1999 y 2017 cerca de 800.000 millones de dólares al tiempo que el país se precipitaba en una miseria inimaginable hace dos décadas. Un informe realizado en conjunto por prestigiosas universidades venezolanas arrojó en 2019 que, con una población de 28,4 millones de habitantes, el 96 por ciento de los hogares venezolanos vive en alguna forma de pobreza. El Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas reportó en febrero de 2020 que uno de cada tres venezolanos necesita asistencia alimentaria.
Esta pavorosa situación, agravada desde marzo pasado por la pandemia de la COVID-19, ha llevado al destierro a más de 5 millones de empobrecidos refugiados, creando una crisis migratoria sin precedente en la región.
La experiencia histórica de las sanciones internacionales sugiere que Maduro puede resistir indefinidamente con razonable éxito, mientras que la situación general del país puede entrar en espiral de deterioro sin por ello alterar la conducta política del gobierno “castigado”.
En el caso de gobernantes autoritarios y tiránicos el resultado suele ser el atrincheramiento del régimen, el renovado apoyo de sus aliados y el despliegue de cada vez más represión sobre la población. Es lo que actualmente vemos en Venezuela. Al cabo, la prioridad de Maduro no es afrontar la tragedia de su pueblo sino tan solo permanecer a toda costa en el poder. Ante ello, ¿qué ha discurrido la oposición?
Tras el fracaso de una estrategia que buscaba un pronunciamiento del alto mando militar en contra de Maduro y la formación de un improbable gobierno de transición militarista revestida de política humanitaria, sin Donald Trump en la Casa Blanca y con la Unión Europea moviendo la cabeza ante la debatible legalidad de su interinato, Guaidó —a quien Estados Unidos aún reconoce como presidente legítimo—, solo puede esperar de Biden la cauta oferta de una flexibilización de las sanciones a cambio de condiciones políticas a las que Maduro en principio podría no acceder.
Con todo, un programa del tipo “petróleo por alimentos” expresaría muy bien el espíritu de una flexibilización de sanciones.
La idea ha circulado en Venezuela en distintos momentos del pasado, pero nuestra cruel discordia siempre negó atención a una propuesta que, a mi juicio, atiende a los dos mencionados extremos de nuestra paradoja: crudo en abundancia y pobreza generalizada.
Promover un programa de petróleo por alimentos es empresa que necesariamente exige un acuerdo político entre las dos partes en conflicto.
Un reparo instantáneo a la idea de un programa de este estilo está en el cínico esquema de corrupción con el que Sadam Husein pervirtió criminalmente un esfuerzo similar en Irak, en los años noventa del siglo pasado. El diseño del programa iraquí cedió a Hussein discreciones clientelares que no tendrían que repetirse.
El acuerdo venezolano deberían suscribirlo las partes en conflicto y tener por objetivo primordial atender la emergencia humanitaria. Para ello luce recomendable separarlo por completo de la tremenda crisis de representación y legitimidad política que atraviesa mi país. Puesto en estos términos, el infernal juego entre dos “gobiernos” sin legitimidad podría regularse y contribuir a aliviar el sufrimiento de la población.
Es urgente acordar pragmáticamente las vías de acceder, con estricta supervisión internacional, siquiera a una parte de los recursos venezolanos congelados por Estados Unidos y preservados en el Reino Unido para socorrer a nuestros compatriotas. No creo ingenuo lo que aquí expongo. No es preciso asegurarse primero de la buena fe del otro participante.
La razón de esto último es que Maduro, simplemente, no puede vender petróleo a nuestro natural mercado estadounidense ni reestructurar una deuda de 175.000 millones de dólares y así acceder al sistema financiero internacional. Guaidó, es cierto, no tiene el control del territorio ni produce petróleo ni fleta tanqueros, pero aún es suya la vocería opositora que cuenta con el reconocimiento de muchísimos gobiernos del mundo y la atención de organismos multilaterales.
Hacerse abanderado ante el mundo de la humanitaria practicidad de un programa de “petróleo por alimentos” vale más, creo, que una interina presidencia imaginaria.
Requiere arrojo, también. Exige personal independencia política y, sobre todo, reclama suprema diligencia en esta hora grave porque mientras crece la hierba se nos muere el caballo llamado Venezuela.