Publicado en El Comercio
No se puede seguir mirando hacia el costado. Hoy, mientras usted lee estas líneas, en un país sudamericano de más de 30 millones de personas hay una dictadura.
Su gobierno –violando la Constitución– no permite votar a la gente (suspendió un referéndum revocatorio y las elecciones para gobernadores en el 2016), tiene a más de 100 personas encarceladas por sus ideas (entre ellas a uno de los principales líderes políticos opositores), el Parlamento está intervenido y sus leyes son anuladas por el Poder Judicial (completamente dominado por el gobierno), al tiempo que las fuerzas de seguridad del Estado pueden detener y torturar arbitrariamente a cualquier ciudadano por sola decisión de los gobernantes.
Por ello, he hecho un llamado a una salida electoral, transparente y equitativa, con los presos fuera de las cárceles, con libertades individuales aseguradas y con un canal de asistencia humanitaria funcionando. Restaurarle al pueblo sus derechos es lo básico y lo único que puede permitir que Venezuela vuelva a ser parte del conjunto de naciones democráticas del continente.
Se trata de un sistema autoritario, además de ineficiente y corrupto: escasean dramáticamente los alimentos, la gente se enferma y no tiene medicinas, la inflación es de 700% y tiene una de las tasas de homicidios más altas del mundo. Todo esto mientras el monto estimado de daño al patrimonio público por parte de la clase gobernante se estima en US$300.000 millones, a la vez que las actividades del gobierno se ven entrelazadas con el narcotráfico.
Todos estos datos están probados. Los he presentado en múltiples oportunidades y nadie ha intentado desmentirlos.
La historia de Latinoamérica y el Caribe está plagada de dictadores. Por eso, en el año 2001, los 34 países de la OEA se pusieron de acuerdo y firmaron la Carta Democrática Interamericana (CDI). Decidieron que nunca más tendrían dictaduras y que la democracia es un derecho de los pueblos, que los gobiernos deben asegurar.
A efectos prácticos, la CDI tiene dos artículos que determinan las posibilidades para que actuemos hoy ante la urgencia de la situación: el 20 y 21. El artículo 20 expresa que constatada la alteración del orden constitucional que afecte gravemente la democracia en un país miembro, se podrán realizar gestiones diplomáticas, incluidos los buenos oficios.
Ese camino del artículo 20, por la vía de los hechos, ya se recorrió durante tres años y fracasó: desde el 2014 a la fecha realizaron estas gestiones los cancilleres de Unasur, los países que integran el Consejo Permanente de la OEA, los países de Mercosur, los ex presidentes designados por Unasur, el Grupo de los 15 en la OEA, el Grupo de los 15 ampliado, el papa Francisco y sus enviados y el Departamento de Estado de Estados Unidos, entre otros. Y pese a los esfuerzos ninguno obtuvo resultados. Porque era parte del diseño gubernamental que no se obtengan resultados.
Si todos ellos fracasaron ante la negación del Gobierno Venezolano, ¿quién más puede lograrlo? ¿Cuánto tiempo más puede la gente de Venezuela seguir sufriendo la opresión y las privaciones?
Por eso he propuesto que de no vislumbrarse a breve plazo, en un período de un mes, un camino realmente democrático con señales claras en esa dirección, como la liberación de los presos políticos, un cronograma electoral, un canal humanitario, se proceda a la suspensión de Venezuela de la OEA, prevista en el artículo 21 de la CDI. Porque ya no queda otro camino. Se necesita que los países de la región demuestren unidad y que las 33 naciones adopten una postura en favor de la defensa de la democracia agredida.
No estamos tampoco contra el diálogo, estamos contra el fracaso del diálogo.
Por ello, la suspensión no es nuestro objetivo, sino que es la última forma que encontramos en nuestro marco normativo para que el gobierno de ese país, ante el aislamiento y pérdida de legitimidad por la decisión de sus pares, sumado al reclamo de la ciudadanía, se vea obligado a llamar a elecciones presidenciales que devuelvan la democracia, las libertades y la prosperidad al país.
Creo que como demócratas del continente es nuestra genuina obligación.