Publicado en El Espectador
Tengo un par de corresponsales que van a descartar lo que sigue, diciendo que pienso con el deseo, y dadas las sorpresas mayúsculas que nos trajo 2016, tomo nota. Nada es imposible cuando de electores emberracados se trata.
Pero no por haber visto locuras puede uno descartar la razón y empezar a pensar, no ya con el deseo, sino con el miedo y el desconcierto. Las elecciones gringas del año pasado fueron atípicas. En ellas, Hillary Clinton, una mala candidata o, más que mala, desgastada y desprestigiada, obtuvo tres millones de votos más que su contrincante para ver cómo perdía en las cuentas del Colegio Electoral porque se le escaparon tres estados por un pelo: Florida por 113.000 votos, Pensilvania por 44.000 y Michigan por 11.000. Con que el 10 % de los votos por los que ella ganó en el país como un todo se hubieran repartido en dos de esos tres estados, Trump estaría hoy pastoreando ludópatas en sus casinos, no atormentando a medio mundo desde la Casa Blanca.
Entra en escena un viejo espectro político: la incomprensión del mandato. Trump y sus aliados creen que el precario triunfo obtenido los autoriza a hacer y deshacer a su antojo. De entrada decidieron quitarles el acceso a la salud a millones de americanos. La Cámara de Representantes aprobó una ley que, según estimativos imparciales, despoja del seguro a 23 millones. El Senado, nervioso, podrá reducir la cifra, digamos, a 15 millones. Muchísimos de los despojados votaron por los republicanos en 2016. Presume uno que se van a poner dichosos… de la furia. Y para emberracado un elector traicionado.
La popularidad de Trump y la de su gobierno empezaron bajas en enero y no han levantado cabeza. Antes han seguido bajando, según se ve en estos agregados (http://bit.ly/2qgq93x y http://bit.ly/2icZfRx). Ambas son el telón de fondo sobre el que se proyectan las elecciones futuras. Además, muchas vacantes claves en la administración no se han llenado. Dado el asedio mancomunado de los medios y los servicios de inteligencia, cabe afirmar sin titubeos que la gran mayoría de los candidatos potenciales de mejor nivel que había para estos puestos lo pensarán tres veces antes de aceptarlos. Claro, hay más gente disponible, pero sin experiencia y, por ende, proclive a los errores. Dicho de otro modo, a lo máximo que puede aspirar el régimen es a una mediocridad generalizada. Ahora que si el edificio se sigue derrumbando como hasta ahora, le caerá encima al Partido Republicano.
El antecedente que conviene mirar son las elecciones de 2010. En ellas los demócratas —por haber salvado al país mediante una política de gasto deficitario y por aprobar el Obamacare— perdieron 63 escaños en la Cámara a manos del furibundo Tea Party y aledaños, y aún no se recuperan. En 2018 estarán en juego todos los 435 escaños de esta corporación. Con que los republicanos pierdan 24, se les escapa la mayoría. En el Senado, dejan de tenerla si pierden tres.
Yo no veo cómo pueden mantener las mayorías parlamentarias el año entrante. Y si las pierden, las probabilidades de un impeachment son altísimas. Ni la prensa ni los servicios de inteligencia, que hoy se juegan la vida ante un Trump que quiere aplastarlos, van a darle un instante de respiro; por el contrario, seguirán acumulándole el prontuario.
Igual, vaya espectáculo el que está dando Washington al resto del mundo. Lástima que al final de todas las cuentas no sea gratis.
andreshoyos@elmalpensante.com, @andrewholes