Publicado en The Objective
Por: Andrés Miguel Rondón Anzola
Nadie esperaría del Retiro, quizás el corral de jardines más delicioso del mundo, una visión distópica. Pero yo, que tengo el hábito desatendido de correr en él, la he estado empezando a tener. Y así, en mis circuitos sucesivos por el parque, la imagen señorial de aquel herbazal de mármol –último sobreviviente del Madrid del siglo oro— ha empezado a decaer ante mis ojos en una Disneylandia de vidrios rotos que recuerda más a Black Mirror que a Rubens o al Conde-Duque de Olivares.
Me refiero a la acechante cultura de los selfies. A aquellas nuevas ninfas, ahora timoratas, ahora acometidas, que se esconden entre los árboles y las estatuas. A los nuevos Narcisos fornidos, de espaldas ahora al estanque, echándose fotos hasta que caiga la tarde. A los trípodes que los más asiduos grupos traen y debo pasar esquivando. A los palos que alejan las cámaras a la altura de las ramas sin llamar a un solo pájaro. Y a los ‘clicks’ sonoros que llevarán las fotos que estas hacen a los distintos páramos de la Internet.
Este Retiro del XXI ya no es de la ciudad, sino del mundo. Los jardines del Mal Retiro, quizás.
Vale redundar en que el acto del selfie, más que una muestra de inseguridad (lo puede ser de soberbia), o de soledad (que puede ser también de familia), o de deseo, o aburrimiento o suplicio, es también un retiro. Efímero e instantáneo. Ansioso de otro mundo. Ese donde siempre salimos bien en la foto. Donde todo lo que hacemos es superlativo, digno de tus ‘likes’. Aquél que cargamos en nuestros celulares. Y que poco a poco conquista, foto por foto, nuestras ciudades.
La vida se nos está convirtiendo en un pasar de posts en Facebook, Twitter e Instagram. Ya es parte de lo que somos. Nos han nacido segundas y terceras identidades; ahora nos las llevamos de paseo. Lo peor es que ni nos hemos dado cuenta. Así de violenta es la revolución de estas nuevas tecnologías.
Escribo esto, entonces, aunque tarde, como elegía a los espacios libre de selfies. A lo que solía ser íntimamente de cada uno de nosotros. A la posibilidad de recordarse una foto sin tener que publicarla. O hacerla con los ojos, en un parpadeo de pestañas. Y salir mal en ella. Y no avergonzarnos de nosotros mismos mientras no estamos posando. Acomodarnos a esta vida compleja, contradictoria y no siempre bien vestida que humanamente hemos heredado. Aquella que no subimos a la web. Y que sigue siendo la que nos toca.
Pues llegará el día en el que entenderemos que esta ansia de duplicarnos en personas y datos nunca dará fruta. Que el selfie es un espejo que nos miente. Que no podemos cruzar. Entonces con cierta frustración nos daremos cuenta. Que al final del día mejor era ver alrededor.