Publicado en: The New York Times
Hace dos días se supo que el diputado Gilber Caro se encuentra en una prisión. Llevaba 35 días desaparecido. Un grupo de hombres no identificados llegaron al local de comida donde se encontraba y se lo llevaron detenido en la madrugada del viernes 26 de abril. Desde entonces, y a pesar de muchas denuncias y de grandes esfuerzos de sus familiares y abogados, no se sabía nada sobre él.
Parece una escena de las dictaduras militares que azotaron el sur del continente a mediados del siglo XX. Pero no. Por desgracia, es una situación bastante frecuente en la Venezuela actual. No en balde, Amnistía Internacional (AI) acaba de publicar un informe sobre los crímenes de lesa humanidad en Venezuela. Es la primera vez en la historia de América Latina que esta organización realiza un señalamiento de este tipo antes de que alguna corte haya dado un dictamen. Nicolás Maduro y su gobierno han transformado al Estado en un fábrica de abusos, torturas y muertes.
Hace unos días, en una entrevista televisiva, el fiscal general nombrado por el chavismo reconoció que Gilber Caro “está siendo investigado”. De esta manera, evidenció que el diputado había sido secuestrado y permanecía, de forma arbitraria y clandestina, retenido por algún organismo de seguridad policial o militar. Algo similar ocurre con Édgar Zambrano, a quien el gobierno acusa de haber participado en la fallida rebelión del 30 de abril. El parlamentario fue detenido hace veinticinco días y, hasta la fecha, nadie sabe dónde está, en qué lugar ni en qué condiciones se encuentra. Ningún organismo ni ninguna institución se sienten en la obligación de informar o de ofrecer alguna explicación. La violación a los derechos humanos ya es parte de la normalidad oficial en Venezuela. El gobierno asume que su violencia es consustancial a su ejercicio del poder.
Los casos de persecución a la dirigencia política son cada vez más frecuentes y abarcan un amplio espectro de posibilidades, donde se puede incluir la extraña muerte del concejal Fernando Albán, cuyo cuerpo cayó desde el décimo piso de una cárcel del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin). En general, en estos momentos, gran parte de la dirigencia opositora del país está inhabilitada o encarcelada, asilada en alguna embajada, tratando de escapar o exiliada en un país extranjero. Quienes, adentro y afuera, pretenden legitimar las acciones del gobierno y acusan de golpismo y terrorismo a estos líderes tan solo repiten el ejemplo señalado: en el fondo, se trata del mismo argumento que usaron Pinochet, Videla o Stroessner para reprimir y aniquilar ferozmente a quienes los adversaban.
Lo alarmante y aterrador es constatar que no se trata de casos aislados o de una práctica que se circunscribe únicamente al ámbito del liderazgo político. A medida que el gobierno de Nicolás Maduro se ha ido haciendo más frágil, se ha vuelto más paranoico, ha extendido sus sospechas, multiplicando sus arbitrariedades. No solo se acosa, se detiene o se encarcela a militares, a estudiantes, a líderes comunitarios, a periodistas, a dirigentes sindicales, a médicos que han aceptado donaciones o que han denunciado irregularidades en el servicio de salud pública… Hay también otros casos. Como forma de chantaje o extorsión, se procede contra familiares de personas buscadas por los aparatos de inteligencia chavista para obligarlas a entregarse. Desde hace un año está detenido un ciudadano que publicó la ruta aérea de un viaje que realizaría Nicolás Maduro dentro del país. También pasó por la cárcel, y por un largo proceso judicial, un joven que se burló en una red social del hijo de Maduro. Dos jóvenes se encuentran detenidos en celdas de la policía política por haber tenido un confuso altercado con el hijo del presidente del Tribunal Supremo de Justicia. Estamos ante una élite que solo se rige por la ley del más fuerte y que ya se ha acostumbrado a decidir fácilmente sobre la vida y la muerte de los otros.
Es imprescindible destacar en este contexto la actuación de las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES), adscritas a la policía nacional, que desde el año 2016 se han visto comprometidas en múltiples acciones violentas, muchas de ellas en los barrios populares, con terribles saldos de personas heridas y asesinadas. Es un comando que ha sido catalogado como “grupo de exterminio” por algunas organizaciones de la sociedad civil y que, de manera permanente, aparece nombrado en los numerosos testimonios recogidos en el informe de Amnistía Internacional.
La conclusión de la investigación no deja lugar a dudas: “Las ejecuciones extrajudiciales selectivas, las muertes por uso excesivo de la fuerza, las detenciones arbitrarias y masivas, los posibles actos de encubrimiento, así como la falta de investigación de estos en enero de 2019, no fueron hechos azarosos. Por el contrario, formaron parte de un ataque conformado por múltiples actos de violencia, que estuvo previamente planeado y dirigido contra una población distinguible: aquellas personas opositoras o percibidas como tal por el gobierno”.
Amnistía Internacional establece que se trata de un patrón similar al que se puso en práctica contra de las protestas ciudadanas en 2014 y en 2017. La autoproclamada Revolución bolivariana se ha convertido en una máquina de matar. Frente a esto, AI propone la creación de una comisión internacional que investigue, con absoluta imparcialidad y transparencia, la situación de los derechos humanos en el país. Cualquier esfuerzo de cualquier nación extranjera destinado a lograr un acuerdo político y pacífico, no puede dejar de lado esta realidad. No puede haber diálogo o negociación mientras haya presos políticos, mientras se mantenga la persecución y la violencia en el país. Antes de iniciar una negociación, el gobierno de Maduro debe detener esta cotidiana y sostenida matanza en Venezuela.
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