Editorial publicado en El País de Madrid
El asesinato de un joven durante una protesta contra Nicolás Maduro cuyas imágenes han sido ampliamente difundidas muestra sin paños calientes cuál es la actitud del régimen venezolano ante la crisis institucional que atraviesa el país. Mientras un agente de la Guardia Nacional Bolivariana disparaba prácticamente a bocajarro contra David Valenilla, de 22 años, causándole la muerte, el mandatario aseguraba cínicamente a la prensa internacional que su policía apenas utiliza contra los manifestantes “agua y gasecito lacrimógeno” porque las armas mortales “están prohibidas”. La cifra de muertos desde que se iniciaron las protestas se eleva ya al menos a 76 y aumenta prácticamente a diario.
Lamentablemente, Maduro parece cómodamente instalado en esta especie de guerra de baja intensidad contra los manifestantes a la espera de que la población se amedrente, o se canse, de una protesta que no le ha hecho variar un milímetro de sus planes para aferrarse al poder. Por ello, sigue adelante con su convocatoria de elecciones a una Asamblea Constituyente para el próximo 30 de julio, comicios desprestigiados en el interior y en el exterior de Venezuela por cuanto suponen un burdo truco para no acatar la legalidad vigente.
Resulta absolutamente desgraciado e inaceptable que un país como Venezuela se esté convirtiendo en un paria internacional. El que la Organización de Estados Americanos (OEA) no haya sacado adelante una condena al régimen de Maduro no debe llevar a engaño. Basta con comparar la lista de países que han votado en contra o se han abstenido —entre ellos San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas o Granada— con la de quienes pedían una condena —Brasil, Argentina, México, Colombia, Chile…— para demostrar la soledad de un Nicolás Maduro empeñado en una sangrienta carrera hacia ninguna parte.