Publicado en El País
Estoy persuadido de que daremos buena cuenta de la selección argentina.
Espero la partida de un vuelo madrugador a Medellín y traigo todavía legañas de lo releído anoche para conciliar el sueño: El jardín de los frailes, de Manuel Azaña. Y me ocurre pensar que don Manuel y yo tenemos al menos una cosa en común, y es que ambos hicimos el bachillerato con los padres agustinos. Solo que Azaña cumplió sus años de instituto hace un siglo, con los agustinos de El Escorial, y yo en Caracas, a comienzos de los años sesenta del siglo pasado, con los agustinos del Colegio Fray Luis de León.
La verdad, no terminé el bachillerato con los recoletos porque en cuarto año reprobé todas las asignaturas, menos una, y por eso me echaron de aquel colegio de varones. Gracias a la educación universal y laica, terminé la secundaria en un liceo público con régimen mixto, donde las muchachas vestían jumpers que, a lo largo de la década, se hicieron cada año más y más cortos hasta que muchas de mis condiscípulas llegaron a parecerme colegialas de soft porno.
Vivía Venezuela la tercera década de un boom de precios del crudo que había comenzado con la Segunda Guerra Mundial. La crisis de Suez, en 1956, afianzó aún más los precios del barril y Caracas se convirtió en el rompeolas caribeño de todas las Españas, tan grande llegó a ser la ola migratoria que nos llegó de Galicia o las Canarias, compitiendo en volumen de arribos al puerto de La Guaira con otros isleños: los de Madeira. Ni hablar del contingente de italianos de Nápoles, Sicilia y los Abruzzi que venían a arrimar el hombro a la industria de la construcción.
Íberos e italianos se amañaban con pasmosa rapidez a los usos del país, reavivando los mestizajes del siglo XVI, y así mi ciudad natal se llenó de trattorias, de tascas…y de clubes y canchas de fútbol que yo, fanático del pasatiempo nacional, el béisbol, me limitaba a mirar de lejos con extrañeza y, lo confieso, con un punto de xenofobia.
Estos nuevos venezolanos que llegaban del otro lado del Mar Tenebroso hicieron migas con los aborígenes vociferantes e igualitarios, “grandes devoradores de serpientes”, como famosamente describió a la tribu el maestro Rafael Cadenas en uno de sus poemas. Pero muy pocos llegaban al extremo de jugar al béisbol.
En mi colegio agustino no se estimulaba otro deporte que no fuese el fútbol y, como quiera que muchos vástagos de la emigración española compartían pupitre con los criollos, las canchas de que disponía la congregación no tenían montículo para el lanzador ni trazado del diamante ni outfield: a mis ojos beisboleros, todo era verdor indiferenciado y portería.
Un día de 1966, justo cuando Luis Aparicio jugaba su primera Serie Mundial con los Orioles de Baltimore, un grupo de decididos apóstatas fuimos a hablar con el padre Alarcón, el director: un gigantón de Oviedo que cada sábado se arremangaba la sotana para pasar balones y gambetear defensas contrarios.
Le hicimos ver que no era justo excluir a los beisboleros. Yo fui, entre otros, vocero de la queja y juro que me sentí comunero independentista denunciando ante Carlos III los abusos monopólicos de la Compañía Guipuzcoana. El padre Alarcón autorizó que, una vez por semana, apiláramos tierra para hacer un montículo y trazásemos un diamante. Eso sí; advirtió, profético y zumbón, que el fútbol era infeccioso.
Tenía razón. Heme aquí, obnubilado hincha de la Vinotinto, tan persuadido de que daremos buena cuenta de la selección argentina como de que el béisbol, amigos fanáticos, es el mejor deporte jamás concebido por el ingenio humano.
@ibsenmartínez