Publicado en El Nuevo Herald
Para Javier y Chus
Es muy extraño. Los revolucionarios radicales suelen emular los modelos evidentemente fracasados. Chávez decía, extasiado, que Venezuela viajaba al mar cubano de la felicidad. No sé si lo dijo él o se lo contó uno de los pajaritos que habla con Maduro, pero parece que el país llegó a su destino.
Ya no hay comida ni medicinas, abundan los presos políticos y los guardias aporrean en las calles a quienes protestan. Hace pocas semanas los policías y otros rufianes mataron a 150 jóvenes y jóvanas, como dice Maduro, un gobernante tenazmente decidido a asesinar la gramática en nombre de la igualdad de géneros. Los venezolanos mejor preparados se han largado al exilio y cunde la desesperanza. Igualito.
Simultáneamente, las FARC y otros narcoguerrilleros comunistas, a juzgar por el entusiasta apoyo de Iván Márquez al reciente fraude electoral de Maduro, miran arrobados el modelo venezolano con la intención de que Colombia también se desplace hacia el mismo mar cubano de la felicidad. Algo parecido a lo que sucede en España con Pablo Iglesias, Monedero y el grupo de Podemos. Quieren cubanizar o venezolanizar a la Madre Patria.
Y no se trata de ausencia de modelos exitosos. Hace pocas fechas la ONU publicó su Informe Mundial de la Felicidad 2017, y ya se sabe que los burócratas de Naciones Unidas suelen ceñirse a los datos rigurosos.
Las diez naciones que encabezan esa lista son, por orden: 1: Noruega. 2: Dinamarca. 3: Islandia. 4: Suiza 5: Finlandia. 6: Países Bajos (Holanda). 7: Canadá. 8: Nueva Zelanda. 9: Australia. Y 10: Suecia.
Para llegar a esa conclusión los expertos de la ONU tuvieron en cuenta: las declaraciones de los encuestados, la esperanza de vida, el índice de violencia social, el ingreso per cápita, el nivel de desempleo, la cantidad de graduados universitarios, las horas de trabajo, el acceso a los cuidados médicos y a internet, la longevidad alcanzada por el promedio y hasta la frecuencia de la risa. Fue un trabajo exhaustivo.
¿Por qué los revolucionarios violentos y radicales, si efectivamente quisieran el bienestar de sus sociedades, no siguen de cerca esos ejemplos?
Por varias razones que me tocó explicar en un seminario internacional organizado por la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala al cumplirse 100 años de la revolución bolchevique.
▪ Todos los países felices y exitosos son naciones democráticas guiadas por el mercado en las que prevalecen la propiedad privada y el respeto por los derechos humanos. Para los revolucionarios radicales sería inconcebible pretender emular a Dinamarca o a Australia, paradigmas del horror capitalista. Para lograr ese objetivo sobraban las miles de ejecuciones y la destrucción del tejido empresarial existente. El camino era otro si fueran sensatos: respetar las leyes, invertir y atraer inversiones, aumentar todos los capitales –el material, el humano, el cívico– y continuar ese círculo virtuoso y pacífico ad infinitum.
▪ Lamentablemente, el propósito de los revolucionarios radicales no es estimular a los empresarios para que innoven y creen riquezas, sino sustituirlos, apoderándose de las compañías que obtienen beneficios, sin advertir que ellos carecen del ímpetu de los emprendedores y de la disciplina de los empresarios. Lo que explica el insensible cierre o la quiebra de miles de empresas, como ha sucedido en Cuba, Nicaragua y Venezuela cada vez que el Estado las ha intervenido y puesto en manos de fieros y dogmáticos “compañeros revolucionarios” dedicados a reemplazar a los “odiados burgueses”.
▪ Hay, además, una especie de inercia revolucionaria que lleva a recomendar esa forma de gobierno a los países que buscan una reforma. Estos sujetos están condenados a repetir los errores porque, de no hacerlo, estarían traicionando a la revolución y negando sus propias vidas. Existe, incluso, una explicación científica para entender por qué tropiezan una y mil veces con la misma piedra: el efecto Einstellung. El cerebro queda marcado por una primera experiencia y ellos la reiteran incesantemente.
▪ Pero la razón esencial de por qué eligen el error y viven en él durante décadas es todavía más sórdida. El totalitarismo les sirve para conservar la autoridad permanentemente, apoyándose en tres elementos fundamentales de las dictaduras de largo aliento: una coartada ideológica (la mítica revolución justiciera). Una correa de transmisión (el Partido único e inmortal) que va desde la cúpula, generalmente ocupada por el caudillo de turno. A lo que agregan, jubilosos, un instrumento coactivo: la contrainteligencia, esa policía política, secreta y letal que controla los esfínteres de una población aterrorizada, hasta conseguir la obediencia bovina de casi toda la sociedad –siempre hay un puñado de valientes– y la lleva a marchar con banderitas los días del simulado culto revolucionario.
Hace 100 años que triunfó el comunismo en Rusia y 26 que terminó en un completo fracaso, pero eso no importa. Los revolucionarios radicales no se dan por enterados.