La reciente animadversión contra los expertos implica un renacimiento de la lucha de clases. Ellos, con pocas excepciones, tienen una larga ristra de títulos universitarios que los afilian en forma directa a la clase pudiente. En muchos países, y muy en particular en Estados Unidos, las grandes universidades son cada vez más inaccesibles para la gente común. La impopularidad de los expertos también se basa en que su ascenso no suele pasar por procesos democráticos. Casi por definición, el tamiz que deben atravesar es el meritocrático, es decir, la selección rigurosa de sus pares. Son todas razones de más para emprenderla contra los doctores. Perogrullo contradice a Groucho Marx: no me gustan los clubes que me excluyen.
La democratización de la opinión pública traída por las redes sociales pone de relieve algo a lo que antes no se le daba la debida importancia: quienes se ven afectados negativamente por una política aconsejada por expertos tienen razones para no compartir la sabiduría de los mismos. La proliferación de las ventas ambulantes hace daño en cualquier ciudad, pero si yo soy un vendedor ambulante desde hace mucho, no estaré de acuerdo con la afirmación. Y así.
Señala con acierto Sebastian Mallaby en The Guardian que la revuelta contra los expertos fue precedida por el largo culto que se les rindió. Se vive, en realidad, una resaca de ese culto. Vaya a saberse por qué hasta hace tan poco la gente era tan crédula. Los banqueros centrales, sobre todo, pero también los encuestadores, los analistas de seguridad y los analistas políticos eran muy buscados y se tomaba al pie de la letra lo que decían. La crisis reveló algo que debíamos haber sabido desde antes: nadie conoce el futuro.
¿Tiene razón Jean Pisani-Ferry cuando dice que la desconfianza en los expertos alimenta en últimas la desconfianza ante la democracia como sistema? Yo creo que sí, con matices. De cualquier modo, el dilema de cómo vender la política correcta a un electorado representado de forma diversa por un parlamento dividido no se zanja con fórmulas. Cierto, para evitar el populismo, algunas decisiones importantes se dejan en manos de tecnócratas no elegidos. El corolario evidente, que no les gusta tanto a estos últimos, es que sus errores se cobran y se deben cobrar.
Todo dependerá en últimas de lo que uno piense sobre la sabiduría de las masas. Paradójicamente, mientras más polémicas son las decisiones que estas toman, más confían los populistas en su sabiduría. No pueden ser sabias las masas que lanzan a un país por el despeñadero, ni siquiera cuando sus acciones vienen refrendadas por expertos como Ernesto Laclau, Chantal Mouffe o los panelistas de Fox News.
¿Cómo resolver el dilema? Uno pensaría que las universidades deberían tener programas no solo de fact-checking de lo que dicen los expertos, sino de seguimiento público de aciertos y errores. Tendría que ser un seguimiento prolongado y de oficio.
En fin, el desprecio de los expertos es genuinamente populista en que tiene adeptos de izquierda y de derecha. Ya volverá un día el equilibrio inestable entre la sabiduría abstrusa de los doctores y sus cónclaves, y el veredicto muchas veces enardecido de las masas. Otro cantar es que haya, contra lo que dice el refrán, males que duren 100 años. El peronismo, por ejemplo, ya lleva más de 70 y ahí sigue tan campante. El otro día la señora K proponía la genialidad de no pagar la deuda pública de Argentina.
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