Publicado en El País de Madrid
La fórmula más expedita que tiene un personaje ambicioso para asegurarse un lugar en el mundo es hacer matar a uno o varios semejantes.
En las tragedias de Shakespeare abundan los sicarios.
Nada más natural, ¿verdad?, porque, para temas shakespearianos, el del poder.
Y como invariablemente todo ocurre en monarquías absolutas y en tiempos remotos, la fórmula más expedita que tiene un personaje ambicioso para asegurarse un lugar en el mundo es hacer matar a uno o varios semejantes.
En ese trance aparecen entonces los asesinos que, al menos en las obras de Shakespeare, siempre se hacen preguntas antes de proceder a “detonar”, como diría un sicario caraqueño, a sus víctimas.
De ordinario, quien se hace preguntas es solo uno de los sicarios; el otro, no. Y digo el otro porque, regularmente, los asesinos en las tragedias de Shakespeare son solamente dos. Un ejemplo resplandeciente de esta mayéutica entre sicarios se ofrece en Ricardo III.
[Siempre quise escribir un ensayo sobre los asesinos en las tragedias de Shakespeare pero, como suele pasarnos a los de talante contemplativo y perezoso, lo he ido dejando para no sé cuándo. Como ya no será para este centenario de la muerte del Bardo, he echado mano al título de mi ensayo aún imaginario para ponérselo a mi bagatela semanal]
Lo de “la escena III” viene a cuento porque es justo al final de la escena III del primer acto de Ricardo III cuando aparecen los dos cortesanos asesinos. ¿Su misión? Cargarse a unos niños que se interponen, profundamente dormidos, en la línea sucesora. No son los únicos que estorban, por cierto, pero Ricardo III —que todavía no se llama Ricardo, sino Gloucester— piensa que por algo hay que empezar.
El asesino número uno se muestra remiso y suelta algo como: “¡Son unos chamitos apenas!, ¡no tienen culpa de nada! Francamente, repeluzna venir así, de madrugada, a degollarlos. Si no fuera por nosotros dos, con seguridad verían la luz de un nuevo día, crecerían, llegarían a adultos, quizá se enamorarían de otras personas que en este preciso momento también son niños y duermen serenamente en sus camitas; en fin, con un poco de suerte hasta podrían llegar a ser felices”.
El asesino número dos no es sensible a esas consideraciones pero, llegados aquí, diré que en este, como en tantos otros pasajes, Shakespeare deja ver su maestría. Un guionista menos avispado imaginaría un segundo asesino crudelísimo y sanguinario. El Cisne del Avon no incurre en algo tan burdo. Su segundo asesino discurre sobre lo fatal e inevitable: “Tienes razón, pana. Pero permíteme llamar tu atención sobre nuestra pequeñez de sicarios perfectamente prescindibles: si no los quebramos nosotros, serán otros los dispuestos a rebanar esos pescuecitos. Hacernos los locos no conduciría a nada, ni siquiera a salvarles la vida. Es una cagada, lo sé, pero así son estas vainas. Tú sabías muy bien de qué se trataba cuando cobraste el anticipo; no es cosa de arrugar precisamente ahora. ¿Qué tal que mañana amanezcan vivos? Esto es una obra de Shakespeare, bro; esto va en serio, muy en serio: si no los degollamos ahora, a quienes van a cascar será a nosotros. He visto otras piezas de este tipo Shakespeare en el Teatro El Globo y siempre es así. Así que, déjate de vainas, y disponte a lo que vinimos”.
La tragedia del poder en Venezuela pronto conducirá a una escena en que un personaje de quien quizá nunca hemos escuchado hablar en todos estos años, le ordene perentoriamente a otro, igualmente prescindible: “General [o coronel o capitán], ¡entre de una vez ahí y dígale a ese huevón que tiene que renunciar!”.