Publicado en The New York Times
Por: Douglas Barrios y Miguel Ángel Santos
CAMBRIDGE, Massachusetts — Si es verdad aquello de “es la economía, estúpido”, la hiperinflación que arropa a Venezuela debería ser más que suficiente para señalar el fin de un modelo de dominación social que ha devastado al país en dos décadas. El problema está en que la posibilidad de que las hiperinflaciones generen transiciones políticas favorables a la democracia depende precisamente de la naturaleza del sistema político en el momento en que estas ocurren. Con la autocracia de Nicolás Maduro en pleno apogeo, la estupidez radica en creer que será la economía el catalizador del cambio.
Para saber si un país ha entrado en la hiperinflación se suele utilizar la cota de 50 por ciento de inflación mensual acuñada por Phillip Cagan en 1956. Es un criterio fácil de medir, si no fuera porque el Banco Central de Venezuela no publica cifras de inflación desde el año 2015. Este vacío de información oficial ha sido llenado por varias fuentes complementarias. La Asamblea Nacional prepara su propio índice de precios al consumidor, según el cual la inflación de noviembre y diciembre pasados fue de 57 por ciento y 85 por ciento, respectivamente. El Instituto de Tecnología de Massachusetts tiene una página pública, que registra las variaciones de precios recabadas semanalmente a través de una aplicación telefónica, según la cual la inflación en noviembre fue de 43 por ciento y de 146 por ciento en diciembre (248 por ciento en el caso de alimentos). Otras fuentes independientes también apuntan a noviembre como el inicio formal de la hiperinflación, y coinciden en ubicar la inflación de cierre para 2017 en cerca de 2700 por ciento.
Este desquicio es en buena medida producto de la creación de dinero para sustituir los ingresos fiscales que se han desvanecido, tras una recesión que ha destruido el 40 por ciento de la economía en cuatro años. La creación de dinero en octubre pasado representaba el 79 por ciento de los ingresos fiscales del gobierno. Esta tendencia se aceleró en los dos últimos meses de 2017. Solo en la semana del 15 al 22 de diciembre, el gobierno creó dinero equivalente a cuarenta millones de salarios mínimos mensuales.
Cuando se piensa en la catástrofe de Venezuela, uno se siente tentado a creer que la hiperinflación puede ser el catalizador de una transición hacia la democracia. Sin embargo, hacer predicciones políticas a partir del desempeño económico de un país es un ejercicio arriesgado. Si alguna lección se puede extraer de las experiencias previas de hiperinflación es que es mejor no apresurarse a sacar conclusiones.
Dado lo inusual de las hiperinflaciones, la posibilidad de establecer paralelismos entre el destino de los países que sufrieron hiperinflación también es limitada. Los dos últimos casos, Zimbabue y República del Congo, se remontan a diez y veinte años, respectivamente. Pero es esa misma rareza lo que convierte a la experiencia de los países que han sufrido hiperinflaciones en el único espejo a través del cual vislumbrar lo que podría esperarle a Venezuela.
En los últimos setenta años han ocurrido 37 hiperinflaciones en 29 países —hay ocho repitientes—. La duración de estos procesos depende de cuán funcional sea la democracia de ese país en el momento hiperinflacionario. Las hiperinflaciones en países autoritarios suelen durar más. Los diecisiete casos que se cuentan en esta categoría han durado catorce meses en promedio, dos veces más que los veinte casos que se registraron en contextos más democráticos. Entre los primeros se cuentan las dos hiperinflaciones más largas de la historia, Nicaragua de 1986 a 1991, 63 meses, y Azerbaiyán de 1992 a 1995, 36 meses.
También existen grandes diferencias en términos de la intensidad. En contextos autoritarios, la inflación promedio en el punto de máxima intensidad equivale a duplicar los precios cada seis días. Aquí se incluyen los casos más extremos, ocurridos en enero de 1994 en Yugoslavia y en noviembre de 2008 en Zimbabue, donde los precios llegaron a duplicarse cada dos días. En el grupo de países más democráticos, los precios llegaron a duplicarse en promedio cada veintidós días en el momento de mayor aceleración inflacionaria.
Las hiperinflaciones más prolongadas e intensas ocurren de forma casi exclusiva en contextos autoritarios. Las tendencias hiperinflacionarias recuerdan la tesis de Amartya Sen, según la cual todas las hambrunas que se han registrado en la historia han sucedido en contextos autoritarios. De modo semejante, un sistema democrático de rendición de cuentas disminuye las posibilidades de una hiperinflación intensa y prolongada.
La pregunta más relevante es si la hiperinflación puede ser un catalizador de transiciones políticas hacia la democracia. A pesar de sus devastadoras consecuencias sociales y económicas, no existe evidencia de que las hiperinflaciones sean por sí mismas capaces de liberar una fuerza democratizadora. Tres años después del fin de la hiperinflación, 24 de los 37 casos no habían experimentado cambios significativos en sus niveles de democratización. Esta conclusión no varía si solo consideramos hiperinflaciones ocurridas en contextos autoritarios. La frecuencia con que han ocurrido transiciones democráticas en estos casos —incluyendo Polonia con Lech Wałęsa y Nicaragua con Violeta Chamorro– no difiere significativamente de la frecuencia con que ocurren transiciones democráticas en países autoritarios que no hayan sufrido hiperinflaciones.
Irónicamente, las hiperinflaciones sí pueden ser un catalizador de transiciones políticas en los países democráticos, aunque en la dirección equivocada. Las transiciones hacia regímenes autocráticos en el contexto de una hiperinflación —entre las que se cuentan Lukashenko en Bielorrusia y Pinochet en Chile– son siete veces más probables que en democracias donde no ocurrieron hiperinflaciones.
Este es un giro relativamente predecible. Las hiperinflaciones traen consigo grandes desequilibrios sociales. Los hábitos y costumbres con que las sociedades han funcionado hasta entonces resultan inocuas para hacerle frente al caos generalizado. Todo esto suele llevar a la tentación de buscar una figura autoritaria e investirla de poderes especiales a cambio del restablecimiento del orden.
Durante años, los venezolanos han recurrido a todas las estrategias posibles para evadir la miseria que les ha traído la revolución bolivariana. Sin embargo, las circunstancias presentes en Venezuela se asemejan cada vez más, en lo político y económico, a las de los países que sufrieron hiperinflaciones más prolongadas e intensas. Agotados los remedios propios, el país ha pasado a depender en gran medida de la ocurrencia de un evento externo que nos lleve hacia una mejor democracia como por arte de magia.
La experiencia sugiere que es improbable que la hiperinflación por sí misma consiga el cambio anhelado, especialmente ahora que la Asamblea Constituyente anunció el adelanto de las elecciones presidenciales para el 29 de abril. Eso no quiere decir que no habrá transición, o que con o sin ella no pueda reestablecerse algún orden en la economía. Solo indica que la catástrofe ha creado las condiciones para la consolidación de un liderazgo autoritario que le devuelva la estabilidad al país, en lugar de llevar a una transición democrática. Aún en el mejor escenario, va a ser difícil devolver el genio a la botella.
Dudo de la intencion de este gobierno venezolano, de reducir y acabar con la inflacion. Ni siquiera reconoce que exista.