La economía concita el interés de multitudes, aunque no atinemos a saber el porqué
Thomas Piketty se ha convertido en la gran esperanza blanca de los progresistas del mundo: gente con ideas altermundistas, almas de buena índole que, un día sí y otro no, creen en el unicornio azul llamado Tercera Vía.
Hace pocos días, miles de asistentes al Hay Festival de Cartagena, procedentes de muchos y diversos países, hicieron largas colas solo para ver y escuchar a monsieur Piketty. Desde luego, no todos serían ultraizquierdistas del tipo Podemos o Syriza, pero sí había muchos señores y señoras de aspecto comprometido, cuya cercanía me remitió al campus de una universidad pública latinoamericana en, digamos, 1968.
Monsieur Piketty, el “Marx moderno”, como llegó a describirlo el semanario The Economist, visita Sudamérica cuando Hugo Chávez ya no puede invitarlo, como solía hacer con Sean Penn, Oliver Stone y el profesor Noam Chomsky, a dar una vuelta por Caracas y apreciar los “logros” del socialismo del siglo XXI.
El libro gordo de Piketty se titula, por cierto, El capitalismo en el siglo XXI, y es una teoría de gran alcance sobre la desigualdad en los países desarrollados, desde los albores de la Revolución Industrial hasta nuestros días.
Toda ella emana de una irreprochable documentación y de cifras incontestables que le tomaron al profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales toda una década juntar y procesar.
La nuez de su teoría está en la inecuación r>g. En ella, r es la ratio de remuneración del capital y g la tasa de crecimiento económico. Según Piketty, g está condenada a crecer anualmente solo a un ritmo de entre 1% y 1,5%; en cambio, la cadencia con que crecerá el promedio de los retornos del capital (r) será de un 4% a un 5% anual.
Dicho en román paladino, la desigualdad no va a detenerse, a menos que se instaure —Piketty no nos ha dicho aún cómo— un impuesto global a la riqueza. Lo que, según Piketty, había mitigado tan fatal tendencia durante el siglo pasado fueron dos guerras mundiales y la Gran Recesión.
El economista francés fue invitado, junto con otros colegas de nota y prestigio, como el coreano Ha-Joong Chang y el venezolano Moisés Naím, al celebérrimo festival que culminó el domingo pasado.
Que la economía, árida disciplina a la que Thomas Carlyle llamó “lúgubre ciencia”, sea lo que concite el interés de multitudes al punto de llenar, no digamos ya un auditorio académico, sino la vasta Plaza de la Aduana de Cartagena de Indias es sobrecogedor, aunque no atinemos a saber muy bien el porqué. Sospecho, sin embargo, que se trata de algo más fuerte que los vientos alisios que soplan del nordeste de la industria editorial global y que explican fenómenos sociales como el del Hay Festival.
Quizá gran parte del público haya entendido las conclusiones de Piketty como anticipo corroboratorio, ¡al fin!, de la profecía marxiana del derrumbe final capitalista, una y otra vez incumplida desde 1857.
En cuanto a mí, lo que hizo memorable aquella noche fue el amago de Piketty de incomodar con sorna a Naím, hasta ese momento cortés, si bien nada complaciente, moderador del conversatorio. Lo hizo con una pregunta envenenada sobre la situación en Venezuela.
“Lo que sé” —respondió Naím, dirigiéndose a ambos charlistas— “es que en 2016 va a haber una crisis humanitaria nunca antes vista. En parte provocada por las herencias de las políticas de los Gobiernos que ustedes admiran”.
La plaza entera, incluso los fervientes admiradores de Piketty, retuvo audiblemente el aliento por largos instantes y yo me sentí no solo orgulloso, sino vindicado.