Publicado en The New York Times
CIUDAD DE MÉXICO — En Venezuela, la salud pública se ha convertido en una causa de mortalidad. La estadísticas también llegan sin anestesia: 76 por ciento de los hospitales no cuentan con servicio de agua. Solo el 47 por ciento de los quirófanos están funcionando. La escasez de material quirúrgico es de 79 por ciento y la falta de medicinas alcanza un 88 por ciento. Los resultados de la Encuesta Nacional de Hospitales 2018 son aterradores. Pero hay que ir más allá de las cifras. Hay que ponerle un nombre, una cara y una edad a cada número. Hay que sumar la muerte y contarla. Y también hay que preguntarse, ¿qué pasa cuando el Estado es también una enfermedad? ¿Cómo actuar ante un Estado que no cura, sino que mata?
El gobierno habló y actúo como si nada estuviera pasando. Las salas de emergencia de los hospitales cerraban, los médicos y enfermos salían juntos a la calle a protestar, antiguas epidemias regresaban al país, las farmacias cada vez estaban más desabastecidas mientras, en las redes sociales, se multiplicaban los mensajes de gente desesperada pidiendo alguna medicina…
Mientras la realidad empeoraba de manera cada vez más angustiante, el gobierno insistía en decretar que todo era parte de un conspiración, que la salud del país estaba bien, que lo demás era fantasía. Cuando ya fue imposible seguir jugando a la ceguera, entonces comenzó a denunciar que se trataba de una “campaña mediática”, que había un complot nacional e internacional destinado a inventar o magnificar lo que ocurría. Sin embargo, todos los días hay venezolanos que mueren por culpa de esa supuesta “ficción mediática”.
Obligado por la evidencia innegable de lo que está pasando en el país, finalmente el gobierno ha aceptado que hay una crisis. Pero no se hace responsable de ella. Solo denuncia al imperialismo estadounidense como culpable de la trágica situación. Y, mientras tanto, sigue actuando con la misma cínica superficialidad: en lo que va del año, Nicolás Maduro lanzó públicamente un “plan de salud ancestral”, que promete curar las enfermedades con remedios naturales y, además, prometió que muy pronto Venezuela será una “potencia mundial en salud”.
La frivolidad política debería ser un crimen. Maduro toca la lira mientras Venezuela es devorada por las enfermedades y las epidemias. No se trata ya solo de un problema nacional: con el enorme movimiento migratorio, el tema empieza a ser una gran preocupación para la región. La actitud del gobierno venezolano frente a la crisis del país se está convirtiendo en una emergencia internacional.
Todos los argumentos que propone el oficialismo para explicar este apocalipsis clínico son insostenibles. El más vistoso y recurrente es el de “la guerra económica”. Se trata de una versión renovada de la teoría del bloqueo.
En semanas recientes, más de un funcionario ha llegado a decir por los canales oficiales que los conspiradores internacionales impiden que el gobierno traiga comida y medicinas al país. Es un discurso que funciona por su eficacia publicitaria. Sin embargo, no es aplicable al modelo venezolano. El mismo ejemplo de Cuba echa por tierra el argumento. La épica construida y distribuida por la Revolución cubana, se basaba en que —a pesar del férreo bloqueo— la educación y la salud en la isla eran fabulosas y estaban garantizadas. La revolución de Chávez, con cientos de miles de millones de dólares bajo el brazo, no logró ni siquiera consolidar un sistema de seguridad social eficiente. Los únicos avances que Maduro puede mostrar ahora son los brotes de enfermedades ya erradicadas que ahora reaparecen en el país: el sarampión, la difteria, la malaria y la tuberculosis.
En esta historia, sin duda, hay más corrupción y crueldad que conspiraciones internacionales. Y ya se sabe: la enfermedad no existe, existen los enfermos. Hay miles de venezolanos que se han convertido repentinamente en víctimas. El aumento de la mortalidad infantil es un indicador incuestionable. Lo mismo que la atención a otros sectores de mayor riesgo de la población. En los últimos días, dos mujeres con trasplantes de riñón han fallecido por no haber recibido sus medicamentos. Otros han perdido o están a punto de perder sus órganos por la misma razón. Es un tratamiento sumamente costoso que, como en la mayoría de los países del mundo, debe estar garantizado por la seguridad social venezolana.
El gobierno de Maduro tiene dólares para traer invitados internacionales y celebrar el quinto aniversario de la muerte de Chávez, pero no para darle medicinas a los trasplantados renales. Es una paradoja brutal del país que estamos siendo.
Es necesario documentar seriamente esta crisis. Es algo que va más allá de registrar la negligencia oficial. Estamos ante un delito de inmensas proporciones. Mientras el oficialismo insiste en pensar que la ayuda internacional es una estrategia para invadir el país, las estadísticas se siguen manchando de sangre. A principios de este año, Maduro dijo: “Viven hablando de una supuesta crisis humanitaria. A Venezuela no la va intervenir nadie”. Es una soberbia homicida. Así no puede hablar el presidente de un país donde ya falta hasta la sangre para las transfusiones.
Frente a un gobierno que considera que la ayuda humanitaria es subversiva, es necesario radicalizar la solidaridad. Hay planes como los que adelantan organizaciones como @accionsolidaria o @codevida, que, en poco tiempo, han logrado una red de apoyo que suma a más de 42 ciudades en 17 países y que ya ha logrado recibir y distribuir 40 toneladas de medicinas y de insumos médicos en Venezuela. Pero hay más grupos organizados a nivel nacional (@caritasdevzla, @conviteac, @donamed_ve, @FLapastillita, @mivenezuelaxti, @preparafamilia) e internacional (@AccionVZLA, @Action4Help, @AyudaHumanVzla, Meals4Hope, @saludvzlamadrid) que buscan sumar esfuerzos en este mismo sentido. Hasta ahora, no han encontrado mayores obstáculos del gobierno para realizar esta labor. En el contexto de un Estado enfermo, esta solidaridad es la única alternativa de salud que les queda a muchísimos venezolanos.