Por: Fernando Mires
Después de haber visto las tres series del film Burning Bush (canal franco-alemán Arte) supe que iba a ser difícil escribir sobre el tema. No solo por la emoción que me causaba mirar el edificio de la Universidad Karlowa al que a diario concurría durante mis estudios de post-grado en Praga (1967-1968) sino también porque el filme no ha sido muy difundido fuera de Polonia y la República Checa. Pero a la vez supe que no podía dejar de escribir acerca de la inmolación del estudiante Jan Palach, ese 19 de enero de 1969, seis meses después de la ocupación soviética del país.
Al fin tomé una decisión: no escribir “sobre”, sino “a propósito” del filme. Porque efectivamente, el de la directora polaca Agnieska Holland, como ocurre con los grandes filmes políticos (inevitable no recordar la película La Confesión de Costa Gavras) rebalsa la filmación y hace pensar en situaciones similares ocurridas en otros lugares del mundo.
La historia de Jan Palach es conocida. Después de la invasión soviética de 1968 diversos grupos estudiantiles intentaron llevar a cabo acciones de resistencia. Uno de esos decidió impulsar una heroica gesta: A partir del 19 de enero de 1969, cuando Palach empapó su cuerpo con bencina para quemarse vivo, debería suicidarse cada cierto tiempo un nuevo estudiante. Efectivamente; después de Palach otros estudiantes se inmolaron (Jan Zajic en Febrero y Evžen Plocek en Abril)
La idea, desde el punto de vista político, era absurda. ¿Pero quién se atreve a pedir extrema lógica a los movimientos de estudiantes? Las inmolaciones tenían como objetivo sensibilizar a masas que, según la fantasía de los estudiantes, se levantarían al unísono para expulsar a las tropas soviéticas. El filme, sin embargo, no se centra en los estudiantes, sino en las figuras de la madre, en la del hermano de Palach y en una joven abogada que buscaba esclarecer la verdad de los hechos.
La dictadura comunista divulgó la versión de que Palach había sido miembro de un grupo de extrema derecha financiado por el imperialismo. Ante esa difamación, los tres personajes nombrados no escatimaron esfuerzos para rehabilitar la memoria del joven. Se trata, efectivamente, de una confrontación entre el bien, representado en la madre de Jan, y el mal, en la figura de un cínico diputado del régimen (en la Checoeslovaquia dictatorial también había “elecciones”)
¿Cuál era el sentido de esa lucha? Desde un punto de vista práctico lo más conveniente para la madre habría sido olvidar esa historia. Pero la madre de Palach no cejó. ¿Qué la movía? Su hijo no iba a revivir, y el hermano de Jan, un obrero, era sometido a presiones por la dictadura. Naturalmente, tenía todas las de perder en un juicio oficial; y perdió.
La lucha por la rehabilitación del estudiante pareció terminar el día en que la madre y el hermano de Jan, al llevar flores al cementerio, no encontraron la tumba. Otro cadáver ocupaba su lugar. Palach había sido borrado de la historia por los agentes de seguridad. Fue en ese momento cuando el sentido de la lucha de la madre de Jan quedó muy claro para todo espectador. Ella, una mujer del pueblo, no luchaba por una ideología sino por el reconocimiento de la dignidad de un hijo muerto.
La historia de la madre de Palach se repetiría años después en la Argentina de Videla y en el Chile de Pinochet. En ambos países las madres de “los desaparecidos” no dejaron camino sin recorrer para que las dictaduras reconocieran al menos que esos desaparecidos, aunque parezca paradoja, habían desaparecido sin dejar huellas ni tumbas. Era el mínimo reconocimiento que exigían.
En contra de lo que imaginan liberales y marxistas, las seres humanos no actúan solo por intereses materiales. En el fondo de cada lucha política existe el deseo, incluso la necesidad de ser reconocido en sus derechos. Sobre ese tema hay -desde que Hegel estableciera en su Fenomenología del Espíritu la relación entre amo y siervo como un motor histórico- una abundante literatura. Los textos del canadiense Charles Taylor acerca del reconocimiento multicultural y los del alemán Axel Honneth acerca del reconocimiento social –ambos seguidores de Hegel- ya son clásicos. Es también conocida la insistencia de Hannah Arendt en torno al significado de la libertad ciudadana en las revoluciones políticas. Mas, no escribiré aquí sobre tan interesante materia. Me limito solo a constatar que las luchas por el reconocimiento permiten entender el sentido íntimo de muchas luchas políticas
Desde que en el 2011 aparecieran los indignados de la Puerta del Sol en Madrid, desde que las grandes movilizaciones estudiantiles del mundo árabe pusieron en jaque a arraigadas dictaduras, desde las movilizaciones estudiantiles de Chile ayer, y desde las de Venezuela de hoy, es posible seguir un hilo común. Gracias a ese hilo podemos entender como más allá de determinadas demandas, hay un deseo de los actores por ser reconocidos, no como masas ni como datos estadísticos, sino como ciudadanos de una nación común.
Observando ayer un video en el cual el mandatario de Venezuela insultaba a los estudiantes de su país llamándolos fascistas, agentes del imperio, sicarios de la droga y otras barbaridades, no pude sino volver a pensar en Jan Palach, cuando el régimen divulgó la mentira de que el estudiante había pertenecido a una organización fascista. Contra esas mismas mentiras luchan hoy los jóvenes de Venezuela. Hay que ser muy desdichado, o vivir envenenado por una ideología, para no querer reconocerlo.
El filme Burning Bush finaliza con escenas ocurridas veinte años después de la desaparición de la tumba de Palach, cuando Checoeslovaquia llegó a ser una nación democrática y la memoria de Jan reivindicada en su exacta dimensión. Hoy, detrás del palco rectoral de la Universidad Karlowa, donde cuelgan diversas banderas, hay un lugar siempre vacío. Es un vacío simbólico. Ese vacío representa la ausencia de la presencia de Jan Palach.
Al final, estoy convencido, la verdad termina por imponerse sobre la mentira. La razón no es solo moral. Viene de un hecho objetivo: Detrás de cada mentira existe siempre una verdad. Detrás de una verdad, en cambio, no puede haber ninguna mentira pues la verdad es verdad. El problema es otro: ¿Cuántos vacíos deja detrás de sí el reconocimiento de una verdad?