Publicado en El Pais
Pocos meses duró su estancia en el país porque Guzmán Blanco terminó por expulsarlo.
En sus andanzas por nuestra América como desterrado político, José Martí tuvo la ocurrencia de venir a vivir en Caracas en 1881.
Llevaba ya algún tiempo batallando en Nueva York, cuando la primera guerra de Independencia (1868-1878) fracasó definitivamente, después de 10 durísimos años.
Martí tomó la extravagante decisión de tomarse una pausa, ¡nada menos que en la Venezuela del dictador Antonio Guzmán Blanco!, al final de un trecho de su vida amorosa que daría para un filme de esos llamados “intimistas”: su esposa legítima, leal súbdita de la corona española, insistía en que Martí se dejara de sobresaltos independentistas y se dedicase a llevar en Nueva York una vida normal como corresponsal de prensa o traductor.
La dama, que había estado separada un tiempo del poeta, lo chantajeaba con dejarlo definitivamente y volver a Cuba —de donde Martí había sido ya dos veces desterrado—, apartándolo así para siempre de José Francisco, su hijito bien amado.
Al mismo tiempo, la esposa de su casero —otro exilado cubano, un señor Mantilla, hombre bueno y justo, antiguamente dedicado al negocio de torcer puros habanos—, esperaba un bebé por aquellos días.
La cruel enfermedad que ostensiblemente incapacitaba a Mantilla para engendrar un hijo, llevaba a los pocos habitantes de aquella humilde casa de huéspedes, y a toda la comunidad del exilio cubano en Nueva York, a pensar que el padre de la criatura era, con toda seguridad, el futuro autor de los Versos sencillos. El récord de Martí en el terreno galante avalaba la hipótesis.
Curiosamente, ambas esposas, la propia y la del prójimo, se llamaban Carmen, aunque la mamá del bebé era por todos conocida como Carmita. Carmita Miyares ya había dado, por cierto, descendencia al señor Mantilla, prole de la que Martí llegó a ser preceptor. Es muy señalable lo bien avenidos que estaban todos en aquella casa. El señor Mantilla —que dicho sea de paso, no tenía un pelo de tonto— jamás perdió la ecuanimidad ni se enemistó con Martí.
En Brooklyn, Martí asistió al bautizo de María Mantilla en calidad de padrino de la nena y partió a Venezuela. Llevaba cartas de presentación que le dio Carmita. Al parecer, fue ella quien, prudentemente, aconsejó la separación.
Sucede que Carmita Miyares era pariente lejana de una próspera familia de origen corso, asentada en Venezuela. Tenían conexiones más que comerciales con el general Antonio Guzmán Blanco, dictador de gran olfato para los negocios. Carmita seguramente quiso que Martí hallase en Venezuela, como otrora en México y Guatemala, un buen empleo bajo protección presidencial.
Pocos meses duró la estancia entre nosotros del siempre polémico Martí, porque, al igual que otros tiranos hispanoamericanos que blasonaban de republicanos y liberales, Guzmán Blanco terminó por expulsar del país al Apóstol. No le gustó algo suyo que leyó en la prensa.
Pero fueron, sin duda, días fructíferos porque fue en Caracas donde, dolido por la separación de su hijo, apodado Ismaelillo, Martí comenzó a escribir lo que luego sería la revista para niños La Edad de oro.
Recogida en volumen, la revista famosamente comienza con palabras que mi madre, maestra de escuela, sabía de memoria: “Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino, no preguntó dónde se comía ni se dormía, sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar”.
Eventualmente, el señor Mantilla falleció y Martí pudo vivir abiertamente, hasta su muerte en combate en 1895, con Carmita Miyares, la pequeña María Mantilla y sus hermanos como lo que eran: otra familia cubana en el exilio.