Publicado en El País
La palabra “sustentable” tiene un crecimiento exponencial en informes de todo tipo.
El llamado “sentido común” y la jerga —o mejor, las jergas— son insidiosos enemigos de un pensamiento verdaderamente útil y liberador.
Afirma Vladimir Nabokov que, sobre todo cuando escribes ficciones, los aguafiestas duendecillos del sentido común se confabulan para treparse por las patas de tu escritorio y se plantan entre el teclado y el disco duro para importunarte con preguntas del todo inconducentes tales como “¿y por qué ella y no otra?”, “¿qué estaba haciendo él allí?”, etc. ¿Qué habría sido de Cervantes o Shakespeare si los duendes del sentido común se hubiesen salido con la suya?
Según el DRAE, jerga es un “lenguaje especial y familiar que usan entre sí los individuos de cierta profesiones u oficios, como los estudiantes, los toreros, etc.”. De jerga proviene jerigonza: “Lenguaje difícil de entender”. Y ahora lo mejor: según el venerable diccionario, “jerga” es cualquier tela gruesa y tosca, como la que recubre… a un colchón de paja.
Traigo ahora a casa un apunte que hizo la pensadora francesa Marthe Robert en uno de sus mejores libros, un volumen pequeñito, especie de diario íntimo que recoge las reflexiones que le iban sugiriendo sus lecturas. Helo aquí: “Toda jerga supone una ideología que, por una u otra razón, teme dejarse ver a plena luz. El saneamiento o la liberación del pensamiento pasa, por tanto, necesariamente por un rechazo crítico de la jerga, ya sea escrita o hablada”.
Ningún gremio ha hecho tanto, modernamente hablando —e incluso, “posmodernamente”— por la propagación de jerga decaminadora como el de los científicos sociales. Y muy especialmente aquellos que trabajan para organizaciones multilaterales. Octavio Paz dejó páginas incandescentes en las que fustigaba la jerga de la Unesco.
Hoy día, a la de los tecnócratas multilaterales hay que añadir la jerga de las ONG, a menudo traspasada por esa sigilosa forma de censura que es la correción política. Muchos ejemplos pueden invocarse, pero me quedaré sólo con una palabra que, confieso, me saca de mis casillas : la palabra “sustentable”, tan aborrecible como el cacofónico “empoderamiento”.
Pasa con las voces de jerga que, una vez han sido vaciadas de contenido a fuerza de uso y abuso, lo que queda es un comodín que viste muy bien cualquier frase perdida en un informe. Un estudio publicado hace pocos años por el Washington Post mostraba el crecimiento exponencial del uso de la palabra “sustentable” en miles de informes de todo tipo, escritos en inglés por sociólogos y economistas desde 2003 hasta la fecha de publicación del informe de mi cuento. Extrapolando los resultados, se calculaba que para 2030 la aparición de la palabra “sustentable” alcanzará, en cualquier texto bienpensante, una media de una vez por página. Hacia 2061, ocurrirá unas 11 veces por oración. De seguir así, en 2109 todas las oraciones serán ellas mismas, simplemente, una sola palabra: “sustentable”.
Lo peor es que los de las ciencias sociales no hayan logrado todavía ponerse de acuerdo en torno a qué queremos decir cuando decimos “sustentable”.