Publicado en The Objective
Por: Andrés Miguel Rondón
Yo no disfruté ni mi primer café, ni mi primer vino, ni mi primera lección de piano, ni mi primer chocolate oscuro, ni mi primer concierto de música clásica. Es la verdad. Y es universal. Quien afirme lo contrario lo más seguro es que esté mintiendo.
El esnobismo, hay que decirlo, cumple una función irremplazable en el desarrollo del epicúreo y de la alta civilización. También el juzgar las cosas por la portada. Pues si no fuera por la combinación de estas dos grandes tendencias, sería imposible que los inquietos de doce años pudieran comulgar el primoroso sentimiento de triunfo al decirle a un mesonero que ‘no, que yo me tomo el café negro y espresso’, con el amargo chasco que le espera en el primer sorbo. O el de quince que dice a sus amigos que ‘Bergman es mi director favorito’, porque alguna vez vio a ese gran y ligero iniciador, a ese Benedetti del cine que es Woody Allen, decir lo mismo en una de sus películas. ‘Y mi segundo favorito es Piero Paolo Passolini’.
Si no fuera por estos patetismos adolescentes el paso de mando de la alta cultura no sobreviviría dos generaciones. Un Jungiano diría que el esnobismo tiene un rol evolutivo: que nace de una búsqueda interna y ascendente de arquetipos aún inconscientes. Que es una brújula que apunta al cielo. Sí: eso y la pubertad. El no haber metido un solo gol en toda la infancia.
Algunos dirán que eso es mejor que raparse el pelo de catorce años para dárselas de graffitero. Bueno, yo hice ambas, así que ni modo. Lo cierto es que solo una sobrevivió: el café, que ahora tengo ante mi, tan negro y tan amargo como el primero.
Pues al final los que perseveran en esta senda no se pierden. Con el paso de los años uno va entendiendo de qué iba la cosa. La lengua, el ojo, la nariz, la mente poco a poco se adaptan. Descubren un sinfín de sabores y sentimientos ocultos. ¿Cuáles? Precisamente los amargos, complejos y melancólicos. La euforia que solo nace de la tristeza. La película donde siempre gana el malo. El vino que es un puñal de flores secas. El seco ron que apalea el alma y la regenera. El café que no miente. El arte fuerte, inoponible e incontenible que es el único que realmente se parece a la vida, y es por tanto el único que puede realmente consolarla.
Así que seguir, queridos posmilleniales inquietos. No le paren a aquellos que buscan amparo en el azúcar y la trama ordinaria. Ellos se lo pierden. Seguir. La belleza es un animal furtivo. Hay que aprender a conquistarla, y conquistarla. Toda conquista, como bien saben los enamorados, es un asunto harto penoso, pero harto apremiante.
Lea también: Dios no escribía en prosa de Andrés Miguel Rondón