Publicado en El País
Por: Ibsen Martínez
La camarilla militar fascista argentina, luego de asesinar durante casi una década a decenas de miles de compatriotas y hundida ya en un cieno de corrupción y latrocinio, quiso en 1982 contrarrestar su universal descrédito con una aventura patriotera y le dio por invadir las islas Malvinas. Luego del desastre militar que Margaret Thatcher y la Marina Real dejaron caer sobre las cabezas de los milicos torturadores y asesinos y que, al cabo, los desalojó del poder y abrió las puertas a la democracia, el secular militarismo argentino no ha vuelto a tener mayor beligerancia en la vida política de su país.
Al observar los actuales acontecimientos venezolanos, ¿no cabe acaso preguntarse si la denodada insurrección civil que desde abril pasado se opone al designio totalitario del asesino Maduro, pelele de narcomilitares, no será el episodio que, cambiando lo que haya que cambiar, represente para el también ya secular militarismo venezolano lo que el albur de las Malvinas para el argentino?
Considérese que desde 1830 han transcurrido 187 años en los que solamente hemos tenido 40 años de democracia representativa, sin que en ese lapso hayan faltado turbulencias golpistas. Chávez, militar golpista por excelencia, se envolvió hábilmente en el manto del culto a Bolívar, un fervor militarista profesado por civiles.
Nací bajo una dictadura militar, la del oblongo y grisáceo general Marcos Pérez Jiménez, “nacionalista” caudillo de ladrones. Pérez Jiménez, es sabido, huyó del país una madrugada de enero de 1958 luego de varios días de sangrientos choques callejeros entre la policía y centenares de activistas de las dos organizaciones partidistas que protagonizaron la resistencia, Acción Democrática y el Partido Comunista.
Aquellos violentos disturbios siguieron a una huelga general tan bárbaramente reprimida que hoy se calcula que en solo tres días hubo unos 500 muertos. Esas muertes deben sumarse a las de los heroicos luchadores, mujeres y hombres, que, en el curso de una década, murieron víctimas de atentados o en las mazmorras de la policía política después de ser horriblemente torturados.
No es faltar a la verdad, sin embargo, señalar que los melindrosos militares, muchos de ellos antiguos perezjimenistas, que con morosidad se alzaron a cuentagotas en las últimas tres semanas de aquella década infame, lo hicieron solo luego de recibir, de parte de los intrépidos demócratas conjurados, toda clase de seguridades sobre su resolución de desafiar las balas y sobre cuál sería su futuro en el nuevo tiempo. Al final, los milicos recibieron, a partes iguales con los dirigentes demócratas, el crédito por la liberación de Venezuela. Sin poner un muerto.
La huelga general y el derramamiento de sangre que la siguió fueron la “prueba de amor” que, invariablemente, piden los militares venezolanos a los civiles antes de intervenir en el descabello del tirano de turno. Así funciona la vaina: esa fue la premisa detrás del fallido golpe de abril de 2012, el golpe seguiría a la ingobernabilidad. Es la misma que, oscuramente, alienta desde 2014 la estrategia de “calle y calle hasta que Maduro se vaya”. “Calle” y muerte a manos de los “colectivos” paramilitares hasta que un ser mitológico llamado el Militar Constitucionalista, que mora en las profundidades de los cuarteles, despierte, se haga presente y nos salve. Esa lógica se ha agotado, al parecer.
Luego de más de 100 muertes, hoy se enfrentan la desarmada ciudadanía y Maduro, defendido por generales envilecidos por la narcocorrupción, probadamente dispuestos a matar civiles. Sea cual fuere el desenlace de esta semana crucial, es difícil pensar que vuelva a ocurrir un 23 de enero.
Si ha de haber verdadera victoria democrática, esta debe ser civilista o no será.