Publicado en El País
Por: Javier Marías
Aparecierón el mismo día en este diario dos noticias “deportivas” que me dieron que pensar. Una era nacional, y anunciaba que en la Vuelta a España “las azafatas ya no darán el beso en el podio al ciclista que reciba premios”. “Habíamos recibido muchas quejas”, decía el director de la competición, “y no queremos que esa foto pueda repetirse”. Y añadía ridículamente: “Mantenemos las cuatro azafatas de podio, pero establecemos nuevo protocolo. Más que floreros, como se critica, que sólo están para salir en la foto, pura presencia, tendrán una función de asistentes, dándole el trofeo y el ramo de flores a la autoridad correspondiente, que será quien se los entregue al ciclista”. La verdad, no veo diferencia: sólo que las azafatas le pasarán los premios a un señor encorbatado en vez de a uno sudoroso y con pantalón semicorto. En realidad, lo único que se suprime es el beso en la mejilla, que hace décadas consideraban pecaminoso los curas y monjas (bueno, y hoy en día los islamistas, que ni siquiera se dignan estrechar la mano a una mujer) y hoy consideran machista y sexista los nuevos curas y monjas disfrazados. Me llamó la atención que el redactor se refiriera al ciclismo como a “un deporte antiguo atrapado por fin por la modernidad”. ¿Por la modernidad? Más bien por la regresión, el reaccionarismo y la ranciedad.
Porque veamos, ¿no es el beso en la mejilla, o en las dos, el saludo habitual entre hombre y mujer en España, incluso entre completos desconocidos, desde hace mucho? Yo tiendo a ofrecer la mano, pero veo que bastantes mujeres no se toman ese gesto a bien, como si me reprocharan estar poniendo distancia. Sólo a los puritanos extremos y a los partidarios de la sharía les puede parecer eso mal. Por pecaminoso o por sexista, el resultado es el mismo: la condena del tacto y el roce entre varón y mujer.
Una de las cosas por las que lucharon siempre las feministas, desde sus albores, fue por la libertad indumentaria de la mujer
La otra noticia la encontré más grave, y venía de los Estados Unidos, de donde importamos todas las imbecilidades y ningún acierto. La LPGA, el circuito americano femenino de golf, ha enviado una circular a todas las golfistas profesionales prohibiéndoles minifaldas, escotes y mallas, bajo multa de mil dólares a la primera infracción y del doble si son reincidentes. Fueron algunas jugadoras las que protestaron por la vestimenta de otras compañeras, en particular de Paige Spiranac, “más famosa y rica por la proyección de su imagen en las redes sociales que por sus éxitos en el campo de golf”. En la foto que se ofrecía de ella se la veía sin ningún escote y con falda más larga que las de las tenistas. Consultada al respecto la navarra Beatriz Recari, contestó: “Eso hace que paguen justas por pecadoras. Se puede dar un toque a tres o cuatro golfistas, pero tampoco se puede volver a una mentalidad de hace 30 años, con faldas por la rodilla”. Lástima que ignore que hace 30 años había mucha más libertad que hoy y todo el mundo vestía como le venía en gana, en casi cualquier ocasión. Y no digamos hace 40 y aun 50: la mayoría de las jóvenes llevaban minifaldas con más de medio muslo al descubierto. ¿Y por qué “pecadoras”? Ay, le salió la palabra clave.
Una de las cosas por las que lucharon siempre las feministas, desde sus albores, fue por la libertad indumentaria de la mujer. Primero se deshicieron de refajos y corsés insoportables, luego mostraron el tobillo, la pantorrilla, la rodilla, finalmente el muslo entero y se enfundaron en pantalones. Reivindicaron su derecho a ir cómodas o sexy, según el caso, y, en el segundo, a que no por ello se las acusara de “ir provocando”, y se justificaran, por ejemplo, abusos y violaciones en virtud de su atuendo. En los años 70 y 80 muchas feministas prescindieron del sostén pese a que causara escándalo que así se les notaran más los pezones. Quienes se oponían a eso, quienes denunciaban y multaban a las que llevaban bikini o practicaban topless, eran los estamentos más pacatos y ultras del régimen franquista, las señoras pudibundas de cada localidad, los señores meapilas y retrógrados. Que hoy se pueda multar de nuevo a las mujeres por enseñar las piernas o el escote es de una gravedad absoluta. Más aún cuando la medida se hace pasar por “moderna”, “digna”, “antimachista” y demás. Lo que nunca consiguieron los mojigatos, los represores, los que cortaban los besos en las proyecciones de las películas y plantaban grotescos y espúreos títulos de crédito sobre un escote de Sophia Loren “libidinoso”, lo están logrando las actuales pseudofeministas traidoras a su causa, entre las cuales da la impresión de haberse infiltrado una quinta columna de curas y monjas y señoras remilgadas y beatos de antaño. De nada me sirve que aduzcan que ahora “el motivo es bueno” para reprimir y prohibir y multar, si el resultado es el mismo de las épocas más oscuras y cavernosas, es decir, reprimir y prohibir y multar. Salvando las insalvables distancias, es como si me viniera una gente proponiendo el exterminio de los judíos, pero ahora “por un buen motivo”. Pues miren, no. Los motivos, por mucho barniz falsamente progresista que se les dé, son siempre malos cuando conducen a resultados pésimos, al atraso y a la regresión.