Publicado en Prodavinci
Por: Miguel Ángel Santos
Hace algunas semanas fui invitado por una organización de emigrantes para reflexionar sobre la diáspora venezolana. Propusieron organizar la discusión alrededor de unas cuantas preguntas, que son las mismas que muchos venezolanos dentro y fuera del país llevamos haciéndonos durante años. ¿Para qué sirve la diáspora? ¿Qué debe hacer? ¿Cuál es su rol en la reconstrucción del país? ¿Tendremos la oportunidad de volver? ¿Cuántos de nosotros volveremos? ¿Qué podemos hacer los demás? La invitación me abrió la oportunidad de repasar mi propia experiencia en un exilio que ahora llega a su octavo año, me obligó a poner en palabras algunas lecciones difíciles que he ido asimilando y que hasta entonces habían quedado implícitas. No hay nada como ponerle palabras a las cosas, a los sentimientos, para adueñarse de ellos.
Quiero contarles tres historias que nos van a ayudar a pensar sobre la diáspora venezolana: la historia de un país y su diáspora, la historia de un pequeño pueblo y la historia de un emigrante, mi papá, que es también mi propia historia.
El país y la diáspora sobre la que les quiero hablar primero es Albania, un país que sufrió un enorme colapso a finales de los años 80, en el que perdió el 37% de su producto interno bruto en 5 años. Una catástrofe económica y social que, sin embargo, se queda corta ante la de Venezuela. Nosotros hemos perdido el 39% de nuestro producto interno bruto por habitante en 4 años y, según los pronósticos, al final del año que transcurre estaremos en la vecindad del 50%. Al igual que en Venezuela, en Albania este proceso de destrucción engendró una diáspora colosal, un río de albaneses que escaparon a un país vecino –Grecia– adonde llegaron justo a tiempo para disfrutar de una bonanza económica que se extendería por algo más de una década. Varios años más tarde, en 2008, la crisis financiera global acabó con el 25% del producto interno bruto de Grecia en apenas cinco años. ¿Qué hicieron los albaneses que habían emigrado diez, quince años antes, cuando ocurrió la crisis financiera que acabó con la ilusión de armonía en Grecia?
Veamos algunos números. A comienzos de 2008, había 2,8 millones de albaneses en Albania, 600.000 en Italia y otros 600.000 en Grecia. Tras el colapso griego, que disparó la tasa de desempleo y empezó a generar muchas presiones políticas y sociales sobre los inmigrantes albaneses, un estimado de entre el 20% y 25% de esos 600.000 regresaron a Albania. Según las investigaciones, la probabilidad de retorno fue inversamente proporcional a la distancia entre el lugar donde se habían asentado y la frontera con Albania, con las mayores tasas registradas entre quienes apenas habían cruzado la frontera y las menores entre quienes habían ido más lejos.
¿Cuál fue el impacto de los albaneses que retornaron a Albania sobre la economía de ese país? En primer lugar, generaron mayores salarios para los albaneses que no se habían ido, lo que quiere decir que quienes regresaron vinieron a complementar a los que se quedaron, no a sustituirlos. En particular, aquellas industrias en donde los albaneses habían trabajado durante sus años en Grecia, empezaron a aparecer y a crear empleo en Albania. Hay muchísimas historias exitosas de nuevos negocios, de fincas extraordinariamente productivas. Cuando uno se fija en qué están haciendo los albaneses que regresaron, se les observa una propensión mayor a ser emprendedores, se hace menos común que estén empleados y más frecuente que hayan decidido trabajar por cuenta propia e iniciar sus propios negocios.
De esta primera historia podemos aprender algunas cosas. En primer lugar, aun cuando Albania y Grecia son vecinos inmediatos y, a pesar de que había una crisis colosal en Grecia, apenas uno de cada cuatro (25%) o cinco (20%) emigrantes albaneses en Grecia regresaron a Albania. Segundo, las tasas de retorno son bajas porque, aún a pesar de las grandes variaciones, los niveles siguen siendo muy distintos. Tras una década de expansión económica continua en Albania y de recesión en Grecia, el ingreso por habitante en Grecia todavía es cuatro veces mayor al de Albania. Eso, casi con seguridad, va a suceder con nosotros. En el mejor de los casos, regresaríamos a un país con una mayor probabilidad de experimentar un período de crecimiento prolongado, pero también mucho más pobre que el país al que hayamos emigrado, independientemente de cual sea. Tercero, la probabilidad de retorno es inversamente proporcional a la distancia que ha viajado el emigrante para establecerse: mientras más lejos haya ido, es menos probable que vuelva.
Me parece importante que empecemos a pensar en una posibilidad distinta a la que hemos entretenido durante los primeros años de exilio, o al menos en mi caso. Para que Venezuela se recupere hace falta que muchos de nosotros regresemos, sí, pero también hace falta que muchos no regresen, que se queden en donde están y que contribuyan con el país de muchísimas otras formas, que van desde el envío de remesas, hasta la apertura de sucursales, centros de atención al cliente u oficinas regionales de las empresas que hayan constituido en el exilio.
La segunda historia viene de Chernóbil, donde se produjo una de las mayores catástrofes nucleares de la historia. A raíz de la explosión de uno de los reactores de la planta nuclear, se generó una zona de exclusión, una zona en donde los científicos estimaron que los efectos de la radiación durarían 50 o 60 años, por lo que convenía desalojar a todos los habitantes que estuvieran dentro de ese perímetro. No se equivocaron. Hasta el día de hoy, los medidores continúan detectando una alta incidencia radioactiva en la zona. En total, se estima que más de 60.000 personas fueron reubicadas. Pero hubo un grupo de aproximadamente 200 personas, en su mayoría mujeres alrededor de los cincuenta años de edad, que rechazaron la oferta de reubicación. Una vez ocurrida la explosión y superada la alarma inicial, se fueron escurriendo gradualmente por debajo de las verjas de la zona de exclusión, camino de vuelta a sus casas, huertos y jardines. “Nos dijeron que de vez en cuando nos dolería mucho la cabeza, y sí. Nos dijeron que nos dolerían las piernas, y también. ¿Y? La radiación no nos asusta, nos asusta morir de hambre en un lugar extraño”. Las babushkas (abuelas) de Chernóbil, como ahora se les conoce, decidieron quedarse, alegando que dentro de ese perímetro, ahora radioactivo, es en donde ellas habían nacido y crecido, donde estaban sus casas y amigos, allí estaban enterrados sus muertos.
Esta situación generó un experimento natural extraordinario. ¿Qué ha pasado con las babushkas de Chernóbil en estos 32 años? Estas abuelas, en promedio, han llegado a vivir entre 10 y 15 años más (según cómo se calcule y por qué se controle) que quienes sí aceptaron la oferta de reubicación.
Creo que esta historia guarda un mensaje muy especial para todos los venezolanos. Para quienes por alguna u otra razón, personalísima e incuestionable, han decidido quedarse en el país, la historia resalta que la fuerza que viene de la proximidad con el hogar, la cercanía con la única tierra que se siente como propia, el lugar en donde viven tus familiares y amigos y donde están enterrados tus muertos, puede ser más fuerte que la propia radiación. Para aquellos que han decidido emigrar, creo que esta historia nos invita a reconocer que lo que nos ha sucedido es una experiencia muy dura. Empecemos por reconocer que así ha sido y aceptémoslo en toda su dimensión. Me viene a la mente ahora mismo la paradoja de James Stockdale, un vicealmirante de la marina de los Estados Unidos quien sobrevivió siete años de cautiverio en el norte de Vietnam: no confundamos la fe y la esperanza que debemos mantener en todo momento, con la disciplina necesaria para confrontar los aspectos más brutales y crudos de nuestra realidad.
La tercera y última historia que quiero compartir con ustedes es la de un emigrante en particular: mi papá. Mi papá nació en 1933 en un pequeño pueblo de Galicia, Gueral, en la provincia de Orense. Su infancia y adolescencia transcurrieron en un país en ruinas, ahogado bajo el peso de la dictadura de Franco, tras una sangrienta Guerra Civil que se llevó consigo la vida de medio millón de españoles en algo menos de tres años. Su madre murió cuando tenía doce años. Apenas unos días antes de cumplir diecinueve decidió seguir los pasos de sus hermanos mayores, quienes habían salido a buscar fortuna lejos de España, concretamente en Argentina, Brasil y Venezuela. En 1952 abordó el Julio César, un barco de la compañía naviera Italmar, salido del puerto de Barcelona con rumbo a Montevideo, previa escala en Dakar. Sus últimas noches en Barcelona las pasó en el Hotel Comercio, en el número 15 de la Calle Escudilleros, cerca de la rambla. Tengo conmigo algunas fotos del viaje, en donde se le ve con los pantalones cortos de aquel entonces, junto con un grupo de recién conocidos en cubierta. Siempre que la miro, ahora que sé lo que es el exilio, me pregunto qué tendría en mente. ¡19 años! Me pregunto si esa sonrisa era de genuina aventura o si fue apenas una pose para disimular en blanco y negro y ya para siempre su sensación de desencuentro. Pasó seis años en idas y vueltas entre Montevideo y Buenos Aires, antes de recalar a Caracas en 1958, tres días después del 23 de enero. La incertidumbre de aquellos días le impidió a su hermano Constantino recogerlo en el puerto y lo obligó a permanecer algunos días en una pensión en La Guaira. En aquel entonces, el ingreso promedio de un trabajador venezolano era 32% mayor que en España.
Siempre recuerdo los encuentros de los hermanos emigrantes, organizados en alguna vacación en Río de Janeiro o en Caracas. Tengo en mi mente la voz de mi papá, la entonación firme y la separación de las sílabas cuando quiere hacer énfasis en algo. Y también tengo presente a mis tíos, asediados por los gobiernos militares y las hiperinflaciones de Brasil y Argentina, cuando le decían: “Artemio, ¡tú sí tuviste suerte cuando decidiste irte a Venezuela!”. En aquel entonces, Venezuela se encontraba en la vecindad de su máximo esplendor económico (1977). Mi papá asentía y todavía me parece que lo puedo escuchar diciendo que sí, que “es un país con una moneda estable, donde, si trabajas duro, puedes sacar adelante a tus cuatro hijos”.
Quise traer a colación la historia de mi papá para ilustrar algunas cosas. La primera de todas: ¿España se hundió por el hecho de que mi papá y millones de emigrantes como él no regresaran jamás? Aunque haya estudios que documentan la pérdida de capital humano en las décadas posteriores a la Guerra Civil y sus consecuencias, la verdad es que, en el largo plazo, a España le ha terminado por ir bastante bien. ¿Se perjudicó mi papá por no volver? No lo creo. A mi papá también le fue bastante bien en la vida, levantó una familia y nos puso a todos en un nivel mucho más alto que aquél en donde empezó. Volví a España con él de vacaciones varias veces, pero nunca quiso regresar. Según él, siempre es preferible ser extranjero en un país extraño que en el propio. Ésa es una sensación que me hizo recordar aquella frase del poeta José Antonio Ramos Sucre: todos somos exiliados de un país imaginario. Dentro de la familia, ¿alguien volvió alguna vez a España? Yo volví, bastante tarde en la vida. No me fue nada bien. Pero tengo un hijo de once años, Constantino, que vive en Barcelona y se siente como en casa en España.
Cuando yo era pequeño, mi papá me llevaba con frecuencia a la Hermandad Gallega de Valencia, un lugar en donde, apenas cruzar la entrada, uno se encontraba con una rápida sucesión de gente muy parecida a él: los mismos cabellos blancos, la sonrisa ingenua, el fuerte acento español, con sus eses, cés y zetas, los suéteres azules y grises de cuello en V y alguna que otra boina. Siempre me preguntaba: ¿cómo debe de ser esto?, ¿cómo se debe de sentir él, creciendo en un lugar que no es el suyo?, ¿qué debe de sentir cuando cruza ese umbral a partir del cual todo le empieza a ser más familiar y hasta le cambia el carácter?, ¿qué se le quedó atrás y se ha perdido para siempre? Todas esas preguntas de mi niñez se me han devuelto ahora como un búmeran desde que salí de Venezuela hace ahora ocho años. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué nos pasó lo que nos pasó? ¿Vamos a volver? ¿Qué podemos hacer?
Muchas veces me he preguntado en qué radica el hecho de que algunos emigrantes sean exitosos, mientras otros son incapaces de superar la sensación de pérdida y se encuentran irremediablemente consumidos por el exilio. Hay muchas historias de emigrantes exitosos llenas de coraje y de heroísmo. Pero también hay muchos otros que han sido deshechos por el exilio.
Stefan Zweig, uno de los escritores más prolijos y económicamente exitosos de Alemania antes de 1940, se deshizo tras su exilio en Nueva York y no pudo continuar escribiendo. Según cuenta George Prochnik en El exilio imposible, André Maurois estuvo de visita en casa de Zweig en el mismo año de 1940. Apenas unos meses bastaron para anegarlo con una sensación de pérdida y de extrañamiento que no sería capaz de superar. Le advirtió: “Ya verás cómo, poco a poco, los placeres cotidianos de la vida se le hacen cada vez más esquivos al exiliado”. A Thomas Mann, de visita en Nueva York en 1943, le dijo: “Sólo somos fantasmas, vivimos deambulando por el país de los recuerdos”.
¿Qué hace que algunos sean exitosos y otros no? Luego de mucho pensar, de sopesar estas tres historias que he compartido con ustedes y muchas otras que me han alumbrado durante las noches más oscuras de mi propio exilio, llegué a la conclusión de que existen tres factores que pueden determinar esa diferencia.
Mi papá suele recordar con nostalgia esos primeros días llenos de extrañamientos, en los que aquel papelito que llevaba en el bolsillo, con la dirección en letra corrida del Centro Gallego en la calle Larrañaga en Montevideo, fue su salvavidas. Allí le bastó con llegar y decir de dónde venía para que se hicieran cargo de él, le dieran alojamiento y lo instruyeran en relación con los trabajos disponibles. Tuvo una comunidad de apoyo que le prestó una asistencia material y moral y le permitió empezar a trabajar y –después de trastabillar algunos años, como nos ha pasado a todos– llegar a Venezuela en una situación más favorable. Los exiliados venezolanos no hemos sido capaces de desarrollar estas redes. El exilio nos resulta una experiencia nueva que jamás habíamos experimentado como sociedad y, en consecuencia, no hemos adquirido todavía el know-how y la destreza que sí tenía España –con una larga tradición de emigrantes– a mediados del siglo pasado. Es una cosa que entiendo que nos haya tomado tiempo y cuya ausencia me angustia muchísimo por estos días, y me angustió en su día en Barcelona cuando era yo quien necesitaba ayuda. Hay cientos de miles de compatriotas llegando ahora mismo a un sinnúmero de países en una situación muy precaria. Algunos se han visto obligados a dejar a sus familias atrás, con la esperanza de poder traérselos consigo más adelante. Otros viajan solos. Todos llevan su vida en una o dos maletas, una fórmula que describe una sensación común entre quienes se fueron, porque uno siempre siente que tenía mucho más que eso (y sin duda alguna es así).
Suele ser un tema de conversación entre los exiliados el qué podemos hacer por Venezuela. Se evalúan iniciativas de mucho mérito para atender diferentes emergencias y carencias que sufren nuestros compatriotas en Venezuela. Yo quiero invitarlos a pensar de una forma diferente. Venezuela es esa geografía que demarca nuestros límites, sí, pero el país también comprende a todos los venezolanos, independientemente de dónde estén. No hay distinción. Una de las grandes cosas que puede organizar la diáspora venezolana es una red de centros de asistencia con sedes en diferentes lugares para asistir a los venezolanos recién llegados allí. Necesitamos nuestro equivalente de la Hermandad Gallega, el Centro Asturiano o el Hogar Canario. Esa red es crucial para darles a nuestros exiliados la oportunidad de volver a empezar de cero y valerse por sí mismos. Una vez allí, cada uno será capaz de levantarse por cuenta propia.
El segundo factor que me ha llamado la atención es cómo las personas estructuran la narrativa de su propio exilio. La narrativa que adoptemos –entendida como las historias que nos contamos a nosotros mismos y a los demás, sobre lo que nos ha sucedido– es un elemento crucial. A nosotros nos pasó algo muy duro, reconozcámoslo, nos quedamos sin la fuerza vital que hizo sobrevivir a las babushkas de Chernóbil y nos hemos expuesto a un proceso que puede ser más duro que la propia radiación. Eso nos ha sucedido a todos, pero no todos reaccionamos de la misma manera.
Pongamos un ejemplo ajeno a nuestra geografía. Yo estuve el año pasado en Ruanda. Antes de viajar, tuve la oportunidad de leer muchísimo sobre el país y de conversar con el presidente Paul Kagame durante una de sus visitas a la Kennedy School. Su familia se vio obligada a salir de Ruanda durante una de las primeras olas genocidas en 1963. Se instalaron en un campo de refugiados en el distrito de Ankole, en Uganda. Para quienes ostentan una posición acomodada, como fue el caso de los Kagame, verse obligado a abandonar su país en una edad intermedia es un proceso duro que suele pulverizar certezas y resquebrajar los cimientos de individuos y familias. Quienes atraviesan por semejante trance con frecuencia se suelen alinear alrededor de dos narrativas muy distintas: víctimas y héroes. La familia de Paul Kagame no fue la excepción. Asteria, su madre, extrajo de sus reservas una fortaleza interna hasta entonces desconocida. Puso a un lado los recuerdos de su pasado privilegiado y la nostalgia por el paraíso perdido y se abocó a trabajar la tierra, sudando codo a codo con los demás refugiados para mantener a su familia bien alimentada. Vivió lo suficiente como para ver a su hijo convertirse en presidente de Ruanda. Falleció en 2015 a la edad de ochenta y cuatro años. Deogracias, familiar y confidente del Rey Mutara III, dueño de vastas cantidades de ganado y parcelas de tierra en el norte de Ruanda, no fue tan resistente. El exilio se llevó consigo lo mejor de él, sumiéndolo en una profunda depresión que le traería una muerte prematura.
Las historias que nos contamos a nosotros mismos sobre lo que nos sucedió, nuestros valores y cómo reaccionamos ante la adversidad, son importantes. Aunque nos parezca que no es así, nuestra narrativa es una elección personal. Yo me he quejado muchísimo de lo que nos pasó, me he lamentado muchas veces de no estar en Venezuela, de no poder pasar buscando a mis amigos una tarde cualquiera, de no tener con quién hablar cuando me siento extraviado. A mi papá, en cambio, jamás lo oí quejarse. Siempre habla de su decisión de partir como de una aventura, le gusta repetirnos que se debatía entre Venezuela, Australia o Canadá. Creo que es hora de que empecemos a prestarle atención a la forma en que entendemos y nos contamos nuestra propia historia. Todos hemos enfrentado circunstancias difíciles, y entre nosotros hay grandes historias personales de coraje y valentía.
El último factor que según he aprendido en estos años influye de manera determinante en el fracaso o el éxito del emigrante es la aceptación. Toda la vida se podría describir como un proceso a través del cual aprendemos a qué cosas nos debemos enfrentar y qué cosas debemos aceptar. El exilio está entre estas últimas. Esto va mucho más allá de ser optimista o pesimista. De eso se trata la paradoja de Stockdale: hay que empezar siempre por enfrentar los hechos brutales de nuestra realidad en toda su extensión, cualesquiera que sean, diseñar una estrategia para salir adelante y, ahí sí, tener una fe inquebrantable de que vamos a salir adelante. En ese orden.
Yo, durante un tiempo, me negué a aceptar mi propia condición de emigrante. Era cuestión de tiempo, un “mientras tanto, mientras aquello se da”. Así he pasado la mayoría de estos años en una suerte de tienda de campaña emocional. Como dice Gabrielena Alcalá: “Yo nunca me fui de Venezuela. No hubo un día. Yo me fui yendo con los años”. Y creo que esta actitud, con la cual me identifico, nos hace daño. Según cuenta el propio Stockdale, entre sus compañeros de cautiverio en Hanoi, quienes murieron más temprano fueron los optimistas a ciegas, los que, para poder lidiar con la dura realidad, se convencían a sí mismos de que saldrían “el próximo diciembre”, “la próxima semana santa”, “las próximas pascuas”. La llegada de esos hitos sin que se materializara la liberación terminó por matarlos de tristeza.
Yo creo que es importante que muchos de nosotros empecemos a asimilar que esto puede tardar algunos años y, en función de eso, empecemos a pensar más en preservarnos a nosotros mismos. No hay ningún exiliado más imposibilitado de ayudar a la reconstrucción de su propio país que aquél que se encuentra emocional, mental y económicamente impedido. En las clases de liderazgo de Ron Heifetz en la Kennedy School uno aprende que quienes pretenden liderar deben poner especial atención en preservarse a sí mismos. Un líder que se neutraliza a sí mismo pierde toda capacidad de liderar. Ese “mientras tanto” en el que yo he pasado la mayor parte de mis ocho años de exilio y en el que muchos venezolanos recién emigrados se encuentran ahora no es sano. Terminemos por aceptar nuestra condición de emigrantes, pensemos en preservarnos y veamos qué podemos hacer por Venezuela y por los venezolanos que están llegando a muchos lugares en condiciones muy precarias.
Entre esas pocas cosas de literatura que a uno le trataron de enseñar en el bachillerato venezolano está la Odisea, una larga historia escrita en un tono extraño y poblada –o al menos eso solía pensar– de nombres maracuchos. En la Odisea se narra el regreso de Ulises a Ítaca tras el fin de la guerra de Troya. La guerra se ha extendido por diez años y Ulises está ansioso por retornar a casa, en donde lo esperan su esposa Penélope y su hijo Telémaco. Pero los dioses han decidido que Ulises –Odiseo– debe pasar otros diez años deambulando antes de volver a Ítaca. Cuando uno revisa en los mapas modernos el enorme periplo de Odiseo al salir de Troya y lo cerca que estuvo de Ítaca en varias ocasiones, le entra una enorme desazón. Una desazón así como la que muchos sentimos en las elecciones de la Asamblea Nacional en diciembre de 2015. ¡Ya estábamos ahí! Pero no fue así. No lo supimos reconocer, nuestro barco pasó de largo. Constantine Cavafys, un poeta griego nacido en Alejandría, escribió un breve poema que cuento entre mis favoritos y al que recurro con frecuencia, en donde descifra la Odisea y el significado de esos diez años. Son apenas tres estrofas, donde reinterpreta el sentido del viaje personal y lo coloca en un plano similar, e inclusive superior, al propio destino:
Ítaca
I
Cuando emprendas el viaje de vuelta a Ítaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras y descubrimientos.
No temas a los lestrigones y a los cíclopes,
ni al colérico Poseidón.
Nunca encontrarás seres así en tu camino
si tu pensar es elevado,
si una extraña y selecta sensación
agita tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones, ni a los cíclopes,
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
a menos que los lleves dentro de tu alma,
a menos que sea tu alma quien los ponga frente a ti.
II
Pide que el viaje sea largo.
Que haya muchas mañanas de verano en que llegues
¡con qué placer y alegría!
a puertos donde nunca antes hayas estado;
detente en los emporios comerciales de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
madreperla, coral, ámbar y ébano,
y toda suerte de perfumes sensuales –
tantos perfumes sensuales como puedas;
ve a muchas ciudades egipcias
y adquiere montones de conocimientos de sus sabios.
III
Mantén a Ítaca siempre en tu mente.
Volver allí es tu destino.
Pero no apresures nunca el viaje.
Mejor si se extiende por años,
de manera que seas ya viejo cuando vuelvas a la isla,
enriquecido con todas las experiencias y aprendizajes del camino,
y sin esperar que Ítaca te traiga riqueza alguna.
Ítaca te ha dado el maravilloso viaje.
Sin ella, jamás hubieses zarpado del puerto,
y ya no tiene nada más que darte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te habrá engañado.
Sabio como ya te habrás vuelto, lleno de experiencias,
ya habrás entendido lo que estas Ítacas significan.