Publicado en Univisión
El político y periodista venezolano, Teodoro Petkoff, que murió esta semana, fue galardonado en 2015 con el premio Ortega y Gasset por su trayectoria periodística. Petkoff no pudo viajar a recibirlo porque el gobierno de Venezuela le prohibió salir del país. Entonces, un viejo amigo, el expresidente español Felipe González, fue a Caracas a entregárselo.
Por: María Alesia Sosa
Toqué el timbre, me presenté y dije que quería estar ahí para ver el encuentro. Abrió la puerta un señor en guayabera azul clara, me dijo que se llamaba Humberto Mendoza D’Paola.
“Yo soy el abogado de Teodoro”, agregó. Al fondo, a contraluz se veía una persona sentada solita en un sofá blanco. Era la silueta de un hombre delgado y con bigote. Inconfundible.
“¿Y tú quién eres?”, preguntó el abogado en la puerta con simpatía, y cierta desilusión. Estaba esperando a otra persona.
Dije mi nombre como primer salvoconducto. Pero él se quedó en las mismas. Yo quería evitar a toda costa esas palabras que a veces asustan, sobre todo, en momentos de privacidad: soy periodista.
Lo intenté otra vez y al final no me quedó otra opción que identificarme completamente:
—Bueno yo soy periodista, trabajo en Runrunes, pero no vengo como periodista, yo vine es a ver el encuentro, la verdad es que escuché de carambola a unos periodistas de Televisión Española que llamaron hace un rato para acá, y Teodoro mismo les dijo que se vinieran, y como oí eso, bueno me vine, yo sé que no quieren prensa pero yo no grabo nada, les prometo que… — Yo daba explicaciones como loca y ya el abogado no me prestaba atención.
Abrió la puerta de par en par.
—El problema aquí es el espacio, ¿cuántos son ustedes?
—Soy sólo yo—. Y para mis adentros pensé contestarle “Yo soy yo y mi circunstancia”, por aquello del Ortega y Gasset, pero me pareció suficiente osadía la de llegar ahí sin invitación.
—Bueno, ¡bienvenida! Así pones un poquito de gracia aquí.
Caminé diez pasos hasta el sofá blanco. Lo que antes era sólo una silueta a contraluz se convirtió en segundos, en lo que había ido a ver. Era Teodoro Petkoff. Muy flaco y pálido, vestido con camisa de botones y pantalón, sin medias.
Me tendió su mano para saludarme. No sonrió, pero que no me echara de su casa por extraña y atrevida, me pareció suficiente muestra de simpatía.
El intento por aniquilar ‘Tal Cual’
El apartamento de Colinas de Bello Monte, en las montañas del sur de la ciudad, es una planta baja de 70 metros, y en la pequeña sala, esperaban cinco hombres, contando a Teodoro y a su abogado. Estaba el jefe de redacción de Tal Cual, Xabier Coscojuela, con quien había coincidido varias veces en un famoso programa de radio, el de César Miguel Rondón, del que yo era productora.
La última vez que lo vi fue a finales de febrero, había ido a contar al aire todo sobre la reforma de Tal Cual, que después de 15 años como diario pasaba a ser un semanario. Fue imposible mantenerse a flote luego de las millonarias multas impuestas por el gobierno, las dificultades para conseguir papel y, por último, la aniquiladora demanda de uno de los hombres más poderosos del chavismo, Diosdado Cabello, contra la directiva del periódico, que además obligó a Manuel Antonio Puyana —uno de sus fundadores—, y a Petkoff, a sus 83 años, a presentarse una vez por semana en un tribunal, durante meses.
Precisamente por eso último, no pudo ir a recibir el premio Ortega y Gasset en Madrid, que le había concedido el diario El País por su trayectoria periodística.
Que era un nuevo producto, que el periódico estrenaba otra página web, que tendrían un montón de nuevas ideas y proyectos, todo eso contaba el jefe de redacción ésa mañana. Conscojuela se veía triste, y la entrevista me entristeció a mi también.
Coscojuela y César Miguel. como lo conocen los venezolanos, trataban de hacer magia con la desgracia, y animar a esa enorme audiencia detrás de los micrófonos. Se me salían las lágrimas, porque —pensaba— esto no era sino el triunfo del mal. Diosdado Cabello se propuso acabar con Tal Cual, y pudo hacerlo en cierta medida.
El 26 de febrero de 2015 se imprimió la última edición del periódico fundado por Petkoff, cuyos editoriales se habían convertido en textos de antología para entender el país que los venezolanos estábamos viviendo.
El diario Tal Cual fue la valentía y la democracia hechas tinta. Desde su primera y recordada edición “Hola, Hugo” (saludando al presidente Hugo Chávez), fue ejemplo para quienes, como yo, todavía ni siquiera habíamos empezado a estudiar periodismo.
El salón recibidor de los Petkoff, que se había convertido improvisadamente en una sala de espera, rodeados de libros dedicados y caricaturas personalizadas del famoso caricaturista venezolano Zapata, estaban dos corresponsales de El País, Javier Lafuente y Ewald Scharfenberg. Estaba también el fotógrafo de Tal Cual, Saúl Uzcátegui.
Me senté en una orillita del sofá blanco de dos puestos, al lado de Teodoro. No sé qué pensaban los que veían mi cara, pero creo que me delataba, no podía disimular mi emoción. Sabía que era un momento histórico, y no sabía cómo atraparlo en mi memoria.
Eran las 3:40 de la tarde. “Felipe había dicho que venía a las 4, 4:30”, repetían todos.
A Teodoro se le veía impaciente, volteaba a ver el reloj de su muñeca, una y otra vez, como para comprobar que el tiempo no se hubiera estacionado. Estaba muy callado, pero escuchaba los cuentos que los demás contaban para aligerar la espera y disimular la impuntualidad del viejo amigo. No es que prestara atención, pero de repente, cuando alguno terminaba de hablar, él lanzaba una que otra pregunta. “Y, ¿qué es de la vida de él?”, “¿Cuándo fue eso?”, y así.
En una de esas, Ewald contó una anécdota; antes le advirtió:
—Teodoro, no sé si te importa que cuente esto.
—¿Qué?
—¿Te acuerdas una vez que estábamos yendo a una actividad de la FNPI (Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano) en Colombia? Íbamos con Alonso Moleiro y Marcelino Bisbal, cuando llegamos al aeropuerto de Bogotá nos recibieron un poco de militares, nadie entendía, y resulta que Álvaro Uribe te había mandado a buscar a ti para llevarte a conversar un rato en la Casa de Nariño.
—Ah, sí.
—¿Ustedes eran amigos?— preguntó Ewald.
—Con nuestras distancias.
—Uribe es un buen tipo— se unió Uzcátegui.
—Hay una gran parte de la oposición venezolana que ve a Uribe como un héroe—, le explicó Ewald a su colega Lafuente, quien es corresponsal de El País, precisamente en Bogotá.
—Yo no estoy entre ese grupo de venezolanos—, agregó Coscojuela y cerró la conversación.
“¡Está llegando!”
Había pasado casi una hora. La escena de la sala de espera era conocida: El día antes, se habían quedado esperando a Felipe toda la tarde, hasta que decidieron no esperar. Temían que volviera a pasar lo mismo.
Humberto Mendoza D’Paola le propuso a Teodoro que se recostara un ratico. “Vete tranquilo, que nosotros nos quedamos aquí esperando”, le dijo. Él aceptó.
Comenzó una trivia colectiva para saber dónde podía estar Felipe. Sacamos agendas telefónicas, preguntamos dónde lo habían visto por última vez. “Parece que los periodistas le perdieron la pista”, dijo Coscojuela, después de hablar por teléfono con un reportero.
“¿Será que está en la nunciatura?”, “¿Habrá ido a reunirse con alguien de la Conferencia Episcopal”? También hubo espacio para las bromas: “A lo mejor está con Maduro”, “Quizás está echando la siesta, como buen español”…
Alrededor de las 5:40 de la tarde, y cuando ya casi todos habíamos perdido la esperanza, sonó un teléfono y a los pocos segundos, la voz de la esposa de Teodoro desde los cuartos: “¡Está llegando!” gritó.
Teodoro se paró volando. Salió hacia el corredor afuera del apartamento para recibir a su viejo amigo. La cara le cambió.
Cuentan sus más cercanos, que la noticia del premio Ortega y Gasset logró lo que ningún antidepresivo había hecho. Le sacó fuerzas, regresó a la redacción del periódico después de mucho tiempo, y hasta se animó a volver a hacer cuentas para tratar de imprimir la publicación todos los días. Esa emoción invadió el apartamento.
Dos amigos y dos premios
Apareció Felipe, y Teodoro se cuadró. Se saludaron con la mano en la frente como soldados. Luego se abrazaron duro, y por un instante, sólo se escucharon los golpes en las espaldas de cada uno.
—Gusto en verte— dijo Petkoff.
—¡Qué alegría de verte!—, contestó González, y tomó el galardón que había ido a entregar.
Se saludaron las esposas de ambos.
“No muchas cosas se pueden cumplir, pero mira, esta, está cumplida”, le dijo el sevillano mientras le mostraba el galardón, un cuadro conmemorativo del artista vasco, Eduardo Chillida.
“¡Chillida!” dijo Teodoro y lo escudriñó con la mirada. Mientras ambos lo sostenían, Teodoro le dijo: “¡Aflójalo!” La explosión de risas quedó registrada en el único celular que grabó ese momento histórico.
“¿Dónde lo vas a guindar, Teodoro?” le pregunté.
No respondió, caminó cinco pasos y el clavo estaba listo. Lo guindó en la pared de la sala, justo en el medio de otros dos cuadros. Todo estaba calculado. Ya todo estaba dispuesto. Era la pared gris que él llevaba viendo toda la tarde impaciente.
“Bueno, como no hay muchas alegrías, ésta para mí es una”, dijo González.
Teodoro estaba emocionado.
Felipe se sentó en el sofá blanco, y Teodoro en una poltrona frente a él.
“Bueno ahora queremos charlar como dos amigos”, pidió Felipe solicitando una privacidad que no obtuvo, porque nadie salió del apartamento.
Saúl Uzcátegui les tomó un par de fotos.
En una, posaron los dos amigos y sus mujeres.
En sus manos, Felipe sostenía otro trofeo de la democracia: una edición de Tal Cual.