Publicado por El Espectador
Por: Andrés Hoyos
La consultitis popular, que en Colombia ha vivido episodios a pequeña escala como cuando el pueblo de Cajamarca, Tolima, votó en contra de la explotación de una mina de oro en su territorio, acaba de tener un correlato de inmensa trascendencia: convocados los mexicanos por López Obrador a decidir si se continúa con la construcción del nuevo aeropuerto de Ciudad de México, 747.000 personas —algo así como el 0,6% de la población del país y menos del 1% de los adultos— optaron por cancelar el proyecto que ya lleva el 31% completado. Se calcula que los costos directos de la decisión ascienden a 5.000 millones de dólares; los indirectos, por beneficios perdidos y daños infligidos a industrias clave del país, pueden multiplicar esa cifra por varios enteros. La ciudad más grande de América Latina seguirá embotellada por aire.
La democracia consiste en consultar al pueblo en forma periódica para típicamente preguntarle quién debe ejercer la presidencia del gobierno y quiénes deben conformar la rama legislativa o los gobiernos regionales y locales. Sucede, sin embargo, que en tiempos recientes las mismas poblaciones que eligen presidentes, gobernadores, alcaldes y legisladores a los pocos meses ya están denostando de ellos e incluso muestran ganas de echarlos del cargo, al menos a juzgar por ciertas encuestas de opinión. Por eso —para forzarles la mano a los gobernantes— abundan las consultas populares que nos venden como si fueran el non plus ultra de la democracia.
Una Constitución seria prevé circunstancias en las cuales es legítimo consultar al constituyente primario (el pueblo), pero al mismo tiempo exige que se cumplan condiciones estrictas para que los resultados sean vinculantes, por ejemplo, una participación mínima. Qué fastidio tanta cortapisa, parecen decir con una sonrisa cínica los populistas por el estilo de AMLO, y acto seguido proceden a saltarse a la torera los límites constitucionales del poder de consulta. ¿Este poder es el único que no tiene límites? Por lo visto, sí.
Aunque por definición la democracia es el gobierno del pueblo, la experiencia indica que los mecanismos de representación son esenciales porque no existe una manera eficaz para que las mayorías gobiernen directamente. Un corolario crucial de esto último es que los elegidos deben, además de no corromperse ni cometer abusos, rendir cuentas de sus acciones y decisiones. Así, cuando las cuentas rendidas no satisfacen a los electores, tanto el funcionario irresponsable como su partido o movimiento sufren descalabros electorales y salen del poder.
Pero ¿quién va a responder si con el tiempo la prohibición de explotar una mina, hacer una carretera o cancelar la obra de infraestructura más grande de América Latina demuestran ser un grave error? AMLO y sus amigos populistas pretenden que la culpa será de “ese maldito tango”. Se trata, claro, de un sofisma barato. La gente cobra con rabia los desatinos de cualquier mandamás, según acaba de comprobarlo el PT en Brasil. Ojalá que si Bolsonaro gobierna a las patadas, como parece dispuesto a hacerlo, le pase otro tanto. Las barrabasadas no tienen color político.
Sospecho que los amigos a ultranza de las consultas populares, en particular las que empoderan a una pequeña legión (o región) para afectar a todo un país, deberían tomar en cuenta los riesgos que para la verdadera democracia implican el abuso de las consultas o las consultas abusivas, dos vertientes de un mismo problema.